EL GENIUS
Giorgio Agamben
Los
latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el
momento de su nacimiento. La etimología es transparente y se la puede observar
todavía en nuestra lengua en la cercanía que hay entre genio y generar.
Que
Genius tiene que ver con el generar es por otra parte evidente en el hecho de
que el objeto por excelencia "genial", para los latinos, era el
lecho: genialis lectus, porque en él se realiza el acto de la generación. Y
consagrado a Genius era el día del nacimiento, al que por esto mismo
denominamos todavía genesíaco. Los regalos y los banquetes con los cuales
celebramos el cumpleaños son, a pesar del odioso y ya inevitable cántico
anglosajón, un recuerdo de la fiesta y de los sacrificios que las familias
romanas ofrecían al Genius en el natalicio de sus integrantes. Horacio habla de
vino puro, de un lechón de dos meses, de un cordero "inmolado", es
decir, rociado con la salsa para el sacrificio; pero parece que, en sus
orígenes, no había más que incienso, vino y deliciosas figazas de miel, porque
Genius, el dios que preside el nacimiento, no gustaba de los sacrificios
sangrientos.
"Se
llama mi Genius, porque me ha engendrado (Genius meus nominatur, quia me
genuit)." Pero eso no basta. Genius no era solamente la personificación de
la energía sexual. Ciertamente cada ser humano varón tenía su propio Genius y
cada mujer tenía su Juno, ambos manifestaciones de la fecundidad que genera y
perpetúa la vida. Pero, como es evidente en el término ingenium, que designa la
suma de las cualidades físicas y morales innatas en aquel que comienza a ser,
Genius era de alguna manera la divinización de la persona, el principio que
rige y expresa toda su existencia. Por esto a Genius era consagrada la frente,
no el pubis; y el gesto de llevarnos la mano a la frente, que hacemos casi sin
darnos cuenta en los momentos de desconcierto, cuando nos parece casi que nos
hemos olvidado de nosotros mismos, recuerda el gesto ritual del culto de Genius
(unde venerantes deum tangimus frontem). y dado que este dios es, en cierto
sentido, el más íntimo y propio, es necesario aplacarlo y mantenerlo propicio
en todos los aspectos y en todos los momentos de la vida.
Hay
una locución latina que expresa maravillosamente la secreta relación que cada
uno debe saber entablar con su propio Genius: indulgere Genio. A Genius es
preciso condescender y abandonarse, a Genius debemos conceder todo aquello que
nos pide, porque su exigencia es nuestra exigencia, su felicidad es nuestra
felicidad. Aun si sus -¡nuestras!- exigencias puedan parecer poco razonables y
caprichosas, es bueno aceptarlas sin discutir. Si, para escribir, tenemos
-¡tiene él!- necesidad de ese papel amarillento, de esa lapicera especial, si
necesitamos precisamente aquella luz mortecina que alumbra desde la izquierda,
es inútil decirse que cualquier lapicera hace su trabajo, que todas las luces y
todos los papeles son buenos. Si no vale la pena vivir sin aquella camisa de
lino celeste (¡por favor, no la blanca con el cuellito de empleado!), si nos
sentimos sin ánimo para seguir adelante sin esos cigarrillos largos hechos en
papel negro, no sirve de nada repetirse que son solamente manías, que es hora
de ponerse más juiciosos.
Genium
suum defraudare, defraudar al propio genio, significa en latín entristecerse la
vida, embrollarse a uno mismo. Y genialis, genial, es la vida que aleja la
mirada de la muerte y responde sin dudar a la incitación del genio que la ha
generado.
Pero
este dios intimísimo y personal es también lo que en nosotros es más
impersonal, la personalización de lo que, en nosotros, nos supera y excede.
"Genius es nuestra vida, en tanto ésta no ha sido originada en nosotros,
sino que nos ha dado origen." Si él parece identificarse con nosotros, es
sólo para revelarse súbitamente después como más que nosotros mismos.
Comprender la concepción del hombre implícita en Genius significa entender que
el hombre no es solamente Yo y conciencia individual, sino más bien que desde
el nacimiento hasta la muerte convive con un elemento impersonal y
preindividual. El hombre es, por lo tanto, un ser único hecho de dos fases; un
ser que resulta de la complicada dialéctica entre una parte no (todavía)
individuada y vivida, y otra parte ya marcada por la suerte y por la
experiencia individual. Pero la parte impersonal y no individuada no es un
pasado cronológico que hemos dejado de una vez por todas a nuestras espaldas y
que podemos, eventualmente, evocar con la memoria; ella está presente en todo
momento, en nosotros y con nosotros, en el bien y en el mal, inseparable. El
rostro de jovencito que tiene Genius, sus largas, trépidas alas significan que
no conoce el tiempo, que lo sentimos estremecerse muy cerca de nosotros como
cuando éramos niños, respirar y batir las sienes afiebradas (1), como en un
presente inmemorial. Por eso el cumpleaños no puede ser la conmemoración de un
día que ya pasó sino que, como toda fiesta verdadera, es abolición del tiempo,
epifanía y presencia de Genius. Es esta presencia imposible de alejar lo que
nos impide cerrarnos en una identidad sustancial; es Genius el que destruye la
pretensión del Yo de bastarse a sí mismo.
La
espiritualidad, ha sido dicho ya, es sobre todo esta conciencia del hecho de
que el ser individuado no lo está enteramente, sino que contiene todavía una
cierta carga de realidad no individuada que es preciso no solamente conservar
sino incluso respetar y, de alguna manera, honrar, como se honran las propias
deudas. Pero Genius no es sólo espiritualidad, no tiene que ver sólo con las
cosas que estamos acostumbrados a considerar las más nobles y altas. Todo lo
impersonal en nosotros es genial: sobre todo la fuerza que empuja la sangre en
nuestras venas o que nos hace hundirnos en e! sueño, la ignota potencia que en
nuestro cuerpo regula y distribuye sutilmente e! calor y relaja o contrae las
fibras de nuestros músculos. Es Genius lo que oscuramente presentimos en la
intimidad de nuestra vida fisiológica, allí donde habita lo más propio y lo más
extraño e impersonal, lo más vecino y lo más remoto e inmanejable. Si no nos
abandonáramos a Genius, si fuésemos solamente Yo y conciencia, no podríamos
siquiera orinar. Vivir con Genius significa, en este sentido, vivir en la
intimidad de un ser extraño, mantenerse constantemente en relación con una zona
de no-conocimiento. Pero esta zona de no-conocimiento no es una remoción, no
mueve o traslada una experiencia de la conciencia al inconsciente, donde
sedimenta como un pasado inquietante, listo para aflorar bajo la forma de
síntomas o neurosis. La intimidad con una zona de no-conocimiento es una
práctica mística cotidiana, en la cual e! Yo, en una suerte de especial, alegre
esoterismo, asiste sonriendo a su propia ruina y, ya se trate de la digestión
de! alimento o la iluminación de la mente, testimonia incrédulo su propia e
incesante disolución. Genius es nuestra vida en tanto que no nos pertenece.
Debemos
entonces observar al sujeto como un campo de tensiones, cuyos polos antitéticos
son Genius y Yo. El campo es recorrido por dos fuerzas conjugadas pero
opuestas, una que va de lo individual a lo impersonal y otra que va de lo
impersonal a lo individual. Las dos fuerzas conviven, se intersectan, se
separan pero no pueden emanciparse completamente una de la otra ni
identificarse perfectamente. ¿Cuál es, entonces, para el Yo, el mejor modo de
dar testimonio sobre Genius? Supongamos que el Yo quiera escribir. Escribir, no
esta o aquella obra, sólo escribir, nada más. Este deseo significa: Yo siento
que en alguna parte Genius existe, que hay en mí una potencia impersonal que me
impulsa a la escritura. Pero de la última cosa que Genius tiene necesidad es de
una obra; él, que jamás ha tenido en sus manos una lapicera (y mucho menos una
computadora). Se escribe para devenir impersonal, para devenir geniales, y sin
embargo, escribiendo, nos individuamos como autores de esta o aquella obra, nos
alejamos de Genius, que no puede jamás asumir la forma de un Yo, y tanto menos
de un autor. Todo intento del Yo -del elemento personal- de aproximarse a
Genius, de constreñirlo a firmar en su nombre, está necesariamente destinado a
fallar. De aquí la pertinencia y el éxito de operaciones irónicas como las de
las vanguardias, en las cuales la presencia de Genius era atestiguada mediante
la de-creación, la destrucción de la obra. Pero si sólo una obra revocada y
deshecha puede ser digna de Genius, si el artista verdaderamente genial es el
artista sin obra, el Yo-Duchamp no podrá nunca coincidir con Genius y, en la
admiración general, se va de viaje por el mundo como la melancólica prueba de
la propia inexistencia, como el tristemente célebre portador de su propia
inoperancia.
Por
ello, el encuentro con Genius es terrible. Si la vida que se lleva en la
tensión entre lo personal y lo impersonal, entre Yo y Genius, es poética, el
sentimiento que provoca la idea de que Genius nos exceda y supere por todas
partes, que nos suceda algo infinitamente más grande que cuanto nos parece que
podríamos soportar, es el pánico. Por eso la mayor parte de los hombres huye
aterrorizada cuando se encuentra ante su propia parte impersonal, o trata
hipócritamente de reducirla a su propia, minúscula estatura. Puede suceder,
entonces, que lo impersonal rechazado reaparezca en forma de síntomas y tics
todavía más impersonales, de muecas todavía más excesivas. Pero tanto más
risible y fatuo es aquel que vive e! encuentro con Genius como un privilegio,
el Poeta que se pone en pose y se da aires o, peor, agradece con fingida
humildad por la gracia recibida. Delante de Genius, no existen los grandes
hombres, son todos igualmente pequeños. Pero algunos son lo suficientemente
inconscientes como para dejarse agitar y atravesar por él hasta el punto en el
cual caen en pedazos. Otros, más serios pero menos felices, se niegan a
encarnar lo impersonal, a prestarle sus labios a una voz que no les pertenece.
Hay una ética de la relación con Genius que define el rango de todo ser. El
rango más bajo compete a aquellos -y son muchas
veces
autores celebérrimos- que consideran a su propio genio como su hechicero
personal (" ¡todo me sale tan bien!", "si tú, mi genio, no me
abandonas..."). ¡Cuanto más amable y sobrio es el gesto del poeta que en
cambio minimiza a este sórdido cómplice, porque sabe que "la ausencia de
Dios nos ayuda'!.
Según
Simondon, la emoción es aquello a través de lo cual entramos en relación con lo
preindividual. Emocionarse significa sentir lo impersonal que está en nosotros,
hacer experiencia de Genius como angustia o regocijo, seguridad o tremor. En el
umbral de la zona de no-conocimiento, el Yo debe deponer sus propiedades, debe
conmoverse. Y la pasión es la cuerda tendida entre nosotras y Genius, sobre la
cual camina la funámbula vida. Antes incluso que el mundo allí fuera de nosotros,
lo que nos maravilla y nos deja estupefactos es la presencia en nosotros de
esta parte para siempre inmadura, infinitamente adolescente, que vacila en el
umbral de toda individuación. Y es este elusivo jovencito, este puer obstinado
que nos empuja hacia los otros, en quienes buscamos solamente la emoción que en
nosotros permanece incomprensible, esperando que por milagro en el espejo del
otro se aclare y elucide. Si mirar el placer, la pasión del otro es la emoción
suprema, la primera política, es porque buscamos en el otro esa relación con
Genius que no logramos realizar, nuestra secreta delicia y nuestra altiva
agonía.
Con
el tiempo, Genius se desdobla y comienza a asumir una coloración ética. Las
fuentes. quizá por influencia del tema griego de los demonios que habitan en
cada hombre, hablan de un genio bueno y de un genio maligno, de un Genius
blanco (albus) y de uno negro (ater). El primero nos empuja y aconseja acerca
del bien y hacia el bien; el segundo nos corrompe y nos inclina al mal.
Horacio, probablemente con razón, sugiere que se trata en realidad de un solo
Genius, que es sin embargo mutable, por momentos cándido, por momentos
tenebroso; por momentos sabio, por momentos depravado. Esto significa, si se lo
mira bien, que lo que muta no es Genius, sino nuestra relación con él, que de
ser luminosa y clara se hace opaca y oscura. Nuestro principio vital, el
compañero que orienta y vuelve amable nuestra existencia, se transforma de
golpe en un clandestino silencioso, que nos sigue a cada paso como una sombra y
secretamente conspira en contra de nosotros. El arte romano representa así, uno
al lado del otro, a los dos Genios: uno que sostiene en su mano una antorcha
encendida, y otro, mensajero de la muerte, que derriba la antorcha. En esta
tardía moralización, la paradoja de Genius emerge a plena luz: si Genius es
nuestra vida en cuanto no nos pertenece, entonces nosotros debemos responder de
cosas de las cuales no somos responsables; nuestra salvación y nuestra ruina
tienen un rostro pueril que es y no es nuestro propio rostro.
Genius
tiene un correspondiente en la idea cristiana del ángel guardián, incluso dos
ángeles: uno bueno y santo, que nos guía hacia la salvación, y uno malvado y
perverso, que nos empuja hacia la perdición. Pero es en la angelología iraní
donde Genius encuentra su más límpida, inaudita formulación. Según esta
doctrina, el nacimiento de todo hombre es presidido por un ángel llamado Daena,
que tiene la forma de una bellísima niña. La Daena es el arquetipo celeste a
cuya semejanza el individuo ha sido creado y, al mismo tiempo, el mudo testigo
que nos acecha y nos acompaña en cada instante de nuestra vida. No obstante, el
rostro del ángel no permanece idéntico a lo largo del tiempo, sino que. como el
retrato de Dorian Gray, se transforma imperceptiblemente con cada gesto que
hacemos. con cada palabra. con cada pensamiento. Así, en el momento de la
muerte. El alma ve a su ángel venir a su encuentro transformado, según la
conducta que haya tenido a lo largo de su vida, en una criatura todavía más
bella o en un demonio horrendo, que le susurra: "Yo soy tu Daena, aquella
que tus pensamientos, tus palabras y tus actos han formado".
Con una inversión vertiginosa, nuestra vida plasma y diseña el arquetipo a cuya
imagen hemos sido creados.
Todos
terminamos en alguna medida pactando con Genius. con aquello que en nosotros no
nos pertenece. El modo en que cada uno trata de apartarse de Genius, de huir de
él, es su carácter. Éste es la mueca que Genius, en la medida en que se
lo ha esquivado y enmudecido, deja como marca sobre el rostro del Yo. El estilo
de un autor, como la gracia de cada criatura, dependen de todos modos no
tanto de su genio, como de aquello que en él está privado de genio, es decir de
su carácter. Por eso, cuando amamos a alguien no amamos propiamente ni su
genio ni su carácter (y mucho menos su Yo). sino la manera especial que esa
persona tiene de huir de ambos; su ágil, esbelto vaivén entre genio y carácter.
(Por ejemplo, el garbo pueril con el que en Nápoles el poeta engullía a
hurtadillas los helados, o e! modo oscilante que e! filósofo tenía de caminar
de aquí para allá por la habitación mientras hablaba. deteniéndose de improviso
para fijar la mirada sobre un ángulo remoto del cielorraso).
A
cada uno le llega, sin embargo, el momento en que debe separase de Genius.
Puede ser de noche, de improviso, cuando ante el sonido de una ráfaga que pasa
sentimos, no sabemos por qué, que nuestro dios nos abandona. O acaso somos
nosotros los que le damos licencia, en la hora lucidísima, extrema, en la que
sabemos que existe una salvación, pero ya no queremos ser salvados. ¡Vete,
Ariel! Es la hora en la que Próspero renuncia a sus encantos y sabe que toda la
fuerza que le queda ahora es la suya, la última estación, tardía, en la
cual el artista viejo rompe su pincel y contempla. ¿Qué cosa? Los
gestos: por primera vez son solamente nuestros, completamente desprovistos de
todo encanto, puesto que ciertamente la vida sin Ariel ha perdido su misterio.
Y aun así, en alguna parte sabemos que sólo en este preciso momento nos
pertenece, que sólo ahora comenzamos a vivir una vida puramente humana y
terrena, la vida que no ha mantenido sus promesas y puede ahora por esto darnos
infinitamente más. Es el tiempo exhausto y suspendido, la brusca penumbra en la
cual comenzamos a olvidarnos de Genius, es la noche concedida. ¿Ha existido
Ariel alguna vez? ¿Qué es esta música que se deshace y se aleja? Sólo la
despedida es verdadera, solamente ahora comienza el larguísimo desaprendizaje
de sí. Antes de que el lento jovencito vuelva a retomar uno a uno sus rubores,
una a una, imperiosamente, sus perplejidades.
Si se
ha sabido leer entre líneas los anteriores pasajes de Giorgio Agamben sobre el
concepto de ‘Genio’ en el pensamiento clásico latino, y se tiene la oportunidad
de beber en la larga y docta exposición que sobre el tema hace R.B Onians en el
capítulo II de su Obra El
Origen del Pensamiento Europeo, le prestaríamos más atención y mejor
cuidado a la fuente de nuestra propia GENIALIDAD. Goethe, hablando de ese mismo
principio, origen de la propia existencia –a escala universal-, guía y numen
protector, dice: “mi genio está en mi nariz”, porque evidentemente, a
través de la respiración nos apropiamos de esa energía vital, y con la INSPIRACIÓN
llegan las musas…
(1)
En italiano, se llama "tempia" -región temporal- a las sienes.
También en español el adjetivo "temporal" significa relativo a las
sienes. Y en anatomía, el hueso temporal es la parte del cráneo donde éstas se
encuentran.
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