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CASTILLO DE CHAPULTEPEC, INICIACIÓN, ESTADO JINAS Y CUARTA DIMENSIÓN. PARTE 1

Les  presentamos unos preciosos pasajes tomados de la obra iniciática ROSACRUZ del médico ocultista alemán Dr. Arnold Krumm Heller, donde describe, descorriendo un poco la punta del velo,  una ceremonia iniciática en el cerro de Chapultepec, en que nos introduce al fascinante mundo de los estados JINAS y la cuarta dimensión…
"Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía.". Shakespeare.
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El castillo de Chapultepec brillaba aquella noche como un árbol de Navidad, con sus múltiples lucecitas. Parecía una visión de ensueño, un cuento de hadas hecho realidad, una fatamorgana que hubiese descendido del aire y ante la mirada atónita del caminante se hubiese convertido y concretado en bloques de granito, en luz y en rumor bullicioso.

La causa de este bullicio y de esta iluminación era una ostentosa fiesta que en el castillo tenía lugar: Carranza, el célebre presidente de la patria que un día fue de los aztecas, celebra el aniversario de su natalicio. ¿Qué mayor motivo de fiesta y ornato podía darse en el castillo, que el de celebrar el natalicio de su morador, del creador del México moderno, el promulgador de la nueva constitución, el mandatario más grande que ha tenido México después de Juárez y Madero y cuyo igual no lo verá la generación actual?

Las avenidas y la gradería central eran todo movimiento. Hasta entrada la noche habían circulado por aquellas, soberbios carruajes que, ora con diplomáticos o militares vestidos de gala, ora con toda clase de dignatarios vestidos de rigurosa etiqueta, ora con hermosas y aristocráticas damas, habían dado quehacer a los guardias encargados de mantener el orden de sus movimientos y paradas. 

En el interior el movimiento era aun más intenso, más variado; los salones, entre raudales de luz, parecían cual gigantescos caleidoscopios que, con el movimiento de los uniformes y trajes ostentosos de los caballeros, y las sedas, joyas y pedrería de las señoras, cambiase constantemente de aspecto, mostrando cuadros de variedad infinita.

Centenares de personajes invitados, esperaban en el gran salón de recepciones a que el Ministro del Interior pronunciase el discurso con que había de saludar al jefe de estado. La mesa para el gran banquete en que aquel día tomarían parte todo aquel conjunto de personas importantes, estaba dispuesta en semicírculo y en ella se hallaba la vajilla del Emperador Maximiliano, de oro macizo, y el tapete doble de seda en que se ve bordado en oro el escudo nacional. Ningún castillo europeo, ni aun los que produjera la fantasía de Luis II de Baviera, pudo jamás compararse en lujo y riqueza a Chapultepec, el palacio mas magnifico de México, la ciudad que el celebre barón Alejandro de Humboldt llamó “ciudad de los palacios”.

Entre toda aquella multitud de personalidades cuya conversación, que comenzara reservada y tímida, se hallaba a la sazón animadísima, había un hombre cuyo porte reservado y silencioso pudiera haber llamado la atención a quien no la tuviese demasiado ocupada con los múltiples requisitos del día. Era este hombre un oficial del Estado Mayor mexicano; el Comandante Montenero.
Su mirada, con relámpagos de impaciencia, dirigíase hacia la puerta frecuentemente, cual si esperase algo. En esta actitud de expectación y un tanto de ansiedad, se mantuvo durante algún tiempo, ajeno a cuanto le rodeaba y sin que al parecer le interesase nada de lo que en el castillo ocurría; hasta que uno de los ujieres,.llegándose a él entre respetuoso y disimulado, púsole en la mano un billetito y lo dejó discretamente.

Tomó Montenero el papel más ansioso que sorprendido y suspirando hondamente dijo:

— ¡Por fin!

Leyó entonces le esquelita que él diera el ujier y se detuvo un momento como abstraído. Después, volviéndose hacia un caballero de cierta edad con el que había mantenido escasa conversación y que se hallaba sentado cerca de él, le dijo:

— Siento mucho abandonarle, pero un asunto urgente me requiere y debo salir.

— ¡Cómo! ¿Es posible que deje usted la fiesta en este momento? —contestó su interlocutor.

— En verdad —contestó Montenegro— parece un desaire a la fiesta; pero...

— No —replicó el otro—, no creo yo que vaya la fiesta a darse por aludida, ni menos ofendida, si usted se marcha; pero, ¿no le parece a usted que vale la pena el permanecer aquí aunque sea dejando de acudir a una cita... y aunque esa cita sea amorosa?

— ¡Oh! — dijo Montenero sonriendo levemente—, le he de advertir que no se trata de una cita amorosa, sino de algo mucho más serio y más importante para mí.

Su interlocutor le miró con un gesto de asombro un tanto fingido y dijo enfáticamente:

— ¡Supongo que no se tratará de un duelo!

— Ciertamente que no —aclaró Montenero—; pero tiene para mí tanta importancia como si lo fuera.

— Bien —dijo más reposadamente el caballero—; no se detenga usted pues, por mí, que no le molestaré más con mis absurdas suposiciones. Ya veo que no es posible detenerle de ningún modo. Siento, sin embargo, que pierda usted la fiesta, que promete ser magnifica.

—Gracias por su buen deseo. Quizá pueda volver antes de acabada. Le ruego que si durante mi ausencia alguien preguntase por mí, tenga a bien disculparme.

Cambiaron las ultimas palabras de despedida, un cordial apretón de manos y Montenero con aire distraído dejó el salón y, evitando la salida central por si tropezaba con quien pudiera entretenerle, salió a uno de los jardines y de éste a una de las avenidas laterales.

Anduvo por ella un momento dando la vuelta al cerro de Chapultepec, siguiendo la dirección de las fuentes que construyera el presidente Madero. El camino parecía desierto. Montenero miró en derredor tratando de descubrir a alguien. Acordóse entonces de la señal convenida y poniéndose los dedos en los labios silbó con fuerza.

Al conjuro de su silbido presentóse ante sus ojos, cual salido de la tierra, un indígena vestido con el típico calzón, poncho y sombrero del país.

— Buenas noches, mi Mayor. Aquí estoy para que usted me mande.

— ¡Hola, amigo! ¿Usted por aquí?

Comprendió enseguida Montenero que éste era el hombre con quien debía de encontrarse.

Como ya eran amigos, le entró de pronto un sentimiento de confianza y le dijo:

— Ahora eres tú quien debe mandar, puesto que debes guiarme.

— Bueno; entonces, sígame por acá. Apenas habían andado unos quinientos pasos más, cuando el indígena, deteniéndose, volvióse hacia Montenero y le dijo:

— Ya hemos llegado. Tengamos cuidado de que nadie nos vea, no es conveniente.

Procure usted vigilar para que no seamos sorprendidos.

Agachóse y después de escarbar un momento en la tierra, extrajo una cadenita, después de volverse a cerciorar de que nadie los veía, tiró de ella. Abrióse entonces la montaña y apareció ante ellos la abertura que daba acceso a una a modo de gruta en la que el indígena introdujo a Montenero. Apenas entraron, cogió el indígena otra cadena y tirando de ella cerró de nuevo la entrada para preservarla de las miradas curiosas.

Entonces el indígena cogió de la mano a Montenero y le condujo por el socavón hacia delante.

Montenero estaba atónito. Recordó entonces que el padre Sagahún, que describe a México con infinidad de detalles, nunca mencionó que el cerro de Chapultepec fuese hueco.

El indio vio lo perplejo que Montenero se encontraba y le preguntó:

— ¿Qué le parece todo esto?

— Me parece raro esto.

¿Es esto el estado de Jinas, o sea, un fenómeno de la cuarta dimensión?

— Sí, Mayor; esto solo lo vemos nosotros; el vulgo no se da cuenta de que existen estas cosas. Pero deje usted esta preocupación, que ya se le explicará todo.

¿Qué le parece el cerro ahora?

— ¿Aquí? Decididamente que allá arriba estaba mucho mejor.

— Ya verá usted cosas espléndidas que le admirarán — replicó el indígena.

— ¿Sí? — preguntó Montenero—, ¿más aún que el banquete con el tapete bordado en oro y con la vajilla maciza del mismo metal?

— ¡Oro! ¡Bah! Los “Rosa - Cruz” convierten sin esfuerzo el plomo en oro.

Continuaron mientras así hablaban por la galería hasta que ambos se encontraron ante una puerta cerrada.

El indígena golpeó tres veces en la puerta acompasadamente, y al punto se escuchó en el interior una voz que decía:

— ¡Deteneos! Ningún profano debe traspasar el umbral de esta mansión.

— Traigo a un neófito que busca la luz, la santa ley de los Nahuas.

— ¿Respondes tú por él? ¿Es digno de acercarse a la Cruz y ver el 
Santo Graal? — exclamó de nuevo la voz desde el interior.

— Lo traigo por orden del Maestro.

Abrióse entonces la puerta y se hallaron en otro recinto, al lado de cuya puerta había un hombre armado con una espada flamígera, que con un ademán les dejó el paso franco.

A poco, hallaron una nueva puerta.

— Hemos llegado a la tercera puerta —dijo el guía. Hasta aquí se nos ha permitido la entrada. Pero ahora debo vendarle los ojos. Sin este requisito no nos dejarían avanzar más. Tenga en cuenta que, caso de que no llegara a iniciarse, volvería a traerle a este sitio, y sobre todo cuanto hubiese visto y oído habría de guardar eterno silencio. Montenero nada dijo y su compañero sacó un pañuelo del bolsillo con el que le vendó los ojos. Giró entonces la puerta sobre sus goznes pesadamente, y marcharon los dos hacia adelante, caminando Montenero con pasos indecisos y tanteando con los pies.

—Así andan los hombres por la vida —dijo el guía—: con los ojos del espíritu vendados. Y así a tientas buscan el camino desde la cuna al sepulcro.

De pronto clamó una voz:

—¿Quiénes son los osados que se atreven a acercarse al Santuario? Sabed que nadie que se acerca a sus pozos por mera curiosidad, regresa vivo. Estáis en el imperio del Lucifer Nahuas que destruye a quien se acerca por ambición; pero que vivifica al que por sí mismo lo busca.

Acercóse el indígena al oído de Montenero y le dijo en voz baja:

—Es la voz del Maestro.

Montenero sintió de repente en su pecho algo punzante, cual si algo metálico le tocase sobre la carne, y tan frío, que parecía una evaporación de metileno o uno de esos gases de evaporación frígida.

La voz del Maestro volvió a resonar:

—¿Que siente el discípulo?

—Siento un frío que me traspasa —respondió Montenero.

—Es la desnudez de la Cruz cuando la Rosa se aleja. Es el frío del alma cuando no recibe el calor de la caridad. Es el frío del arrepentimiento que entra en la conciencia, del arrepentimiento de haber atentado contra la divina justicia. Ya pronto la vida y el calor del Santo Graal vendrán a asistirle en todas sus empresas, que van encaminadas hacia el bien y el amor.

De la resonancia de sus pasos dedujo el comandante que se encontraba en un espacioso recinto. La voz interrogante se oía cada vez más cerca. Alguien le invitó a sentarse.

—¿Qué pretende usted de nosotros? —volvió a decir la voz de nuevo.

—Busco la luz del espíritu —respondió Montenero con resolución—. Tengo un deseo ferviente de comprender lo Eterno, lo Ignoto, el ¿principio original de nuestro ser.

—¿Por qué supone usted que podemos nosotros conducirle a la luz y resolverle esos problemas?

—No sé, pero busco la luz. ¿No dicen las Escrituras Sagradas: “Buscad y hallaréis”?

Hace tiempo que supe que en México existía una Logia Blanca que podía descubrir al discípulo la secreta sabiduría de los Nahuas. Yo espero recibir aquí esta luz y este conocimiento.

—Y la iglesia ortodoxa con sus dogmas ¿no le ha dado el esclarecimiento y la luz que busca?

—No, la iglesia ortodoxa con sus dogmas no ha satisfecho mi ansia de conocimiento.

Aunque en verdad, el divino Amor del Nazareno me ha hecho concebir esperanza.

—Y la filosofía ¿no ha satisfecho tampoco los anhelos de su corazón?

—No; mi sed inextinguible no ha podido ser apagada por la filosofía tampoco; por ella menos que por la religión, por su frío razonamiento. Ya os he respondido que la Biblia dice: “Buscad y hallareis” y luego añade: “Llamad y os abrirán”, y por último: “Pedid y se os dará”. Yo os pido ateniéndome a los preceptos de las Escrituras.

—¿Tiene usted conocimiento de la Ciencia Hermética? ¿Sabe usted algo de los Rosa-Cruz?.—He leído mucho. Tengo predilección por las obras de Papus, Franz Hartmann, conozco la labor de Blavatsky y he pertenecido a diversas asociaciones espiritualistas, entre ellas he pertenecido a la sociedad teosófica, que no me ofreció nada de nuevo.

Siempre he sentido, no obstante, la necesidad de que un día se me descubriese una mayor verdad, una verdad oculta a la mayor parte de las gentes. Quiso la casualidad que conociese a este indígena amigo, el que me ha conducido aquí esta noche, el cual después de tratarme durante algún tiempo y someterme a pruebas diversas, me hablo de este lugar, en donde podría por fin hallar el logro de mis aspiraciones. Aquí me encuentro ignorante de lo que pueda sucederme. Tan solo sé o presiento, que aquí se han de colmar mis esperanzas. Me encuentro cansado de aprender y quiero por fin saber.

—Mucho agradezco a usted su categórica respuesta. Ya sabía que se ocupaba usted tiempo ha en indagar los conocimientos ocultos y por esto accedí a la solicitud del indígena para traerlo aquí. Por última vez debo llamarle la atención sobre los motivos que le inducen a penetrar aquí, por si éstos fueran mera curiosidad. La iniciación es una espada de dos filos; a los puros y resueltos los defiende y da vida; a los curiosos e impuros los hiere y destruye.
Pausadamente acabó con estas palabras el Maestro y después dirigiéndose al indígena, agregó:

—Hermano de Servicio, ¿estáis satisfecho de las investigaciones que habéis hecho acerca de este señor?

—Sí, Maestro; puedo recomendarlo con plena seguridad; es un hombre sincero y altruista; los signos de su mano son justos y perfectos —contestó éste.

Entonces la voz dirigióse a Montenero nuevamente:
—Usted dijo que la casualidad había puesto en su camino al indígena. ¿Cree usted ahora en la casualidad? Nada hay casual; todo tiene una causa. La humanidad confunde la causa con el efecto, la predestinación con la casualidad, el ensueño con la intuición. Nosotros somos instrumentos de fuerzas desconocidas para la vulgaridad.

¿Desde cuándo conoce usted al indígena?

—¿Qué cuánto tiempo ha que le conozco? —replicó Montenero, tratando de recordar. Y en su esfuerzo por ver en el pasado, notó como una luz brillante que penetraba por sus ojos a la vez que pro todo su cuerpo; y a través de su Ego actual pudo discernir una larga serie de egos propios durante otras vidas de las cuales se encontrara en relación con aquel a quien entonces veía como el indígena. Él a modo de denso velo por que antes se encontraba limitado, había desaparecido; el tiempo y el espacio no existían para él. Entonces percibió la realidad de la cuarta dimensión; y todo su ser se encontraba invadido por una sensación voluptuosa. Quiso contestar a su propia pregunta, pero, anonadado como se encontraba por su propio despertar, solo pudo decir:

—El tiempo... No sé; no conozco el tiempo...

Era verdad que no lo conocía. No podía recordar, pues al anularse el tiempo, se anulaba el recuerdo; pero podía revivir en un instante todo el pasado.

—Antes de admitir a usted en nuestro seno —dijo la voz de nuevo—, necesito hacer a usted algunas preguntas: ¿Cuál es la fecha de su nacimiento?. Aquí Montenero quiso responder como lo hubiera hecho a cualquier autoridad civil que le hubiese dirigido la misma pregunta; pero el mismo extraño estado anterior se apoderó de él. La voz no llegó a brotar de su garganta, y vio innumerables nacimientos en lo pasado y aun en lo futuro.

—Ahora... no sé cuando nací —hubo de responder de nuevo...

Es otra vez una cuestión de tiempo...
El tiempo... No sé; no conozco el tiempo.
Pero se dijo: Si no existe el tiempo, el espacio tampoco debe existir.

—Hace tiempo que buscaba usted la luz. ¿Que clase de luz buscaba usted?

—Quise decir la luz de la verdad —dijo Montenegro.

—¿Que es la verdad?

—La verdad... la verdad es... —repetía mientras pensaba Montenero— la realidad, la esencia, la realidad indestructible de la naturaleza.

—Bien; y ¿qué es la mentira?

—La mentira es la sombra.

—Sí, en verdad; la verdad es de Dios y en Dios. ¿No es así?

—Sí —dijo Montenero—, la mentira es de los hombres; nosotros hemos creado la mentira.

—Bien —explicó el Rosa-Cruz—, la mentira es de los hombres; nosotros hemos creado la mentira.

—Bien —explicó el Rosa-Cruz—, Dios es la verdad misma, y solo la verdad en nosotros puede conocer la verdad divina. Hay que alcanzarla y vivirla en nuestro interior para llegar a conocerla. La verdad está fuera del tiempo, más allá del espacio.

Solo por el conocimiento del Yo verdadero, llega el hombre al conocimiento de la verdad. Dios como generador y espíritu universal, es la verdad generalizada. La verdad manifiesta es el Hijo; y por eso el Espíritu Santo es el conocimiento del Yo divino en nosotros. El hombre en su envoltura física es transitorio, y solo es eterna la verdad del verdadero Yo. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia pertenecen al ego transitorio que desaparece con el cuerpo físico. Tanto la una como la otra está expuestas a engaño; solo es infalible la conciencia superior, el conocimiento intuitivo del verdadero Yo. En todos los seres existe una chispa divina, para ponerse en relación con la cual es preciso seguir ciertos métodos, cuya clave poseemos los Rosa-Cruz.

¿Conoce usted alguna parte de la Biblia que tenga relación con esto?

—Creo que sí —dijo Montenero—. San Pablo dice: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que Él mora en vosotros?”

—Sí, a esto mismo me referí yo también —respondió afirmativamente el Maestro—.

Y ved cómo si se trata de una partícula del Omnipotente, ha de tener ésta en sí un ilimitado poder creador, que le permita manifestar obras tales, como las que el mundo llama milagros, tales como los que Jesús de Nazaret realizó; como debemos todos realizarlos conociendo la clave, el misterio.

¡Qué claras resultan ahora las palabras bíblicas!: “Si tuvierais fe, como un grano de mostaza, moverías montañas”. La fe, empero, es un poder que radica en el conocimiento divino; la realización de nuestra propia divinidad.

No es la fe, en modo alguno, lo que han dado en creer los pseudos sacerdotes, los cultos, no es la mera aceptación de creencias ni de teorías religiosas ajenas y acatadas como indiscutibles y bajo la férula de las cuales se mueven apenas las inteligencias de millones de seres. La fe no es esto; antes por el contrario, es un poder, el poder semejante a la voluntad; pero es la voluntad de hacer bien; la voluntad de hacer manifiesto al Dios que mora en nuestro interior. 

El hombre puede todo lo que quiere, cuando lo que quiere es la justicia misma.

Es el hombre un acumulador, un centro en que coinciden las ondas de luz y fuerza emanantes de las bendiciones de los justos y de los bienaventurados y que tienden a la armonía. Usted busca la verdad en un mundo en que todo es relativo con la única excepción de la certidumbre del fin de la vida, de la muerte.

En el frontispicio de un antiguo templo, leíase: “Nosce te ipsum”; esto es: “Conócete a ti mismo”. El hombre debe indagar todo lo que esta pregunta envuelve, es decir, de dónde venimos, qué somos y lo que después seremos. El hombre en su complejidad lo tiene todo: cielo e infierno, Dios y Naturaleza, lo más grande y lo más íntimo, y solo cuando el hombre se conoce a sí mismo puede comprender lo que es la fe.

¿Cree usted también en la vida más allá de la tumba?

—Sí —contestó Montenero—, creo con tanta firmeza, como creo en la existencia actual. Soy espiritualista.

Entonces una voz desconocida preguntó:

—¿Cree usted que ésta sea una sociedad espíritu análoga a las que usted ha conocido?

—¿Por qué no habrá hecho esta pregunta el mismo Maestro? —se dijo Montenero para sí—. ¿Qué tienen que ver los espíritus con esto?

Pero no tuvo tiempo de pensar mucho, pues el mismo que interrogara contestó:

—Es de suponer que se nos considere de tendencias análogas, pues también nuestro esfuerzo se dirige hacia un mundo espiritual. Solo nos diferenciamos en el medio de que nos valemos para la comunicación con los mundos invisibles.

—Sí —contestó otra voz—; nosotros no somos ajenos al movimiento espiritista, como lo son los materialistas, que niegan toda existencia de las fuerzas espirituales. Lo que nos diferencia es la forma de los métodos que empleamos para indagar en el mundo de los espíritus. Nosotros rechazamos el espiritismo, porque los espiritistas, no tan solo usan, sino que abusan de las fuerzas ocultas de la naturaleza, que por otra parte desconocen, lo que ha dado ocasión para que a veces produzcan mas perjuicios que beneficios a la humanidad. Los fenómenos del espiritismo no pueden ni deben ser negados; pero su causa no son siempre los verdaderos espíritus, como creen los incautos, sino que son los elementales. Además, el espiritista abusa de los hombres, del mismo modo que el vivisector abusa de los animales, a los cuales martiriza. El espiritista emplea un médium cuyo cuerpo astral usan los seres que pululan en lo invisible; y por este medio creen los espiritistas, que alcanzan las esferas superiores.

La diferencia que hay entre el espiritismo y nuestra doctrina y métodos que llamamos herméticos, consiste principalmente en que mientras aquel se vale del cuerpo astral de los mediums para sus investigaciones, el hermetista o Rosa-Cruz, en su cuerpo astral, se puede trasladar por sí al mundo de lo invisible. El espiritista se vale de seres a los que no puede gobernar para experimentar con ellos, mientras que el hermetista puede a voluntad dejar su cuerpo para investigar en los mundos ocultos con plena conciencia de ello. Todo hermetista debe desarrollar la clarividencia consciente. Si los discípulos de Allan Kardec se dejaran guiar por nosotros, lograrían mucho. Lograrían más que los teósofos, pues estos están desencaminados en los últimos años.

(CONTINÚA)

Tomado  de ROSACRUZ, ARNOLD KRUMM HELLER.