NUESTRA VIDA DURANTE EL SUEÑO
Prentice Mulford
Cuando estamos despiertos, el espíritu es muchas veces
arrojado de nuestro cuerpo y desparramado por el espacio, a causa de algún
trabajo excesivo que hayamos podido hacer; entonces, debido a la escasez de
fuerza espiritual que queda en él, el cuerpo cae en el estado o trance que
llamamos de somnolencia. Y del mismo modo que nosotros arrojamos fuera de
nuestro cuerpo a nuestro propio espíritu, el agente mesmérico arroja fuera del
cuerpo el espíritu de su sujeto.
Nuestro cuerpo no es nuestro verdadero YO. El poder que lo
mueve según nosotros deseamos es nuestro espíritu; y nuestro espíritu es una
organización invisible, aparte y muy distinta, enteramente distinta de nuestro
cuerpo. Nuestro espíritu –que es nuestro verdadero YO- hace uso de nuestro
cuerpo del mismo modo que el carpintero se sirve del martillo o de cualquier
otra herramienta de trabajo.
El espíritu es el que está cansado durante la noche, y por
esto, acabadas sus fuerzas, no puede ya hacer uso del cuerpo, fuerte todavía.
El cuerpo en realidad es el que no se cansa nunca, el que está siempre fuerte,
así como el martillo del carpintero tiene la misma fuerza que el brazo que lo
levanta: mucha si el brazo es fuerte, poca si el brazo es débil.
El espíritu está débil durante la noche, a causa de que las
fuerzas de su intelecto han sido lanzadas en muy diversas direcciones durante
el día y a las cuales no puede, de pronto, juntar o reunir otra vez. Cada una
de nuestras ideas y cada una de nuestras acciones resultantes de las mismas
constituyen una de estas fuerzas y son una parte de nuestro espíritu. Cada idea
o radiación de nuestra inteligencia, se haya exteriorizado o no, es una cosa,
una sustancia tan real, aunque invisible, como el agua o los metales. Cada
idea, aunque no haya llegado a expresarse, es algo que participa de la persona,
del objeto o de los sitios a que ha ido dirigida. Nuestro espíritu, pues, ha
sido durante el día lanzado a millares de direcciones diferentes. Cuando
pensamos, obramos. Todo pensamiento, toda idea, significa un gasto de fuerza.
Así, durante dieciséis o más horas irradian fuera del cuerpo las fuerzas espirituales,
siendo apenas suficiente la noche para que pueda el cuerpo recuperarlas para
hacer otra vez uso de ellas, permaneciendo mientras tanto el cuerpo en el
estado de insensibilidad que llamamos sueño, durante cuyo estado, o condición,
el espíritu va reuniendo las fuerzas que desparramó durante el día, así como
las ideas y pensamientos que arrojó fuera de sí en todas las direcciones, los
cuales, con su concentración, devuelven al cuerpo su poder y le dan otra vez su
perdida fuerza. Sucede lo mismo que cuando vemos desparramarse y perderse en
muy distintas direcciones varios riachuelos o hilos de agua: son fuerza perdida;
pero juntadlos todos en una sola corriente y ya tenéis la fuerza que hace girar
la rueda del molino.
Si supiésemos o pudiésemos lanzar todo nuestro espíritu hacia
un solo centro y reunir así todas nuestras fuerzas desparramadas, podríamos
seguramente hacer, en algunos minutos tan sólo, aquello para lo cual hemos de
tomarnos ahora mucho tiempo. Este poder lo conocía muy bien el gran Napoleón, y
él lo sostuvo muchos días durmiendo muy poco en los momentos más críticos de
sus campañas, cuando sus energías habían ya dado de sí todo lo posible. Es éste
un poder que puede ser adquirido por todos, mientras se tenga una cierta
instrucción y disciplina.
Para lograr esto, lo primero que conviene es poner el cuerpo
en el estado de más completo repo-so que sea posible, evitar toda clase de
involuntarias emociones físicas, así como todos los movimientos del cuerpo, aun
los más pequeños e insignificantes y de menor valor. Todos estos movimientos
involuntarios malgastan nuestras fuerzas, y, lo que es aún peor, habitúan a nuestro
inconsciente a destruirlas y malgastarlas. La acción involuntaria de la
inteligencia, el extravío del espíritu en todas direcciones – hacia personas,
cosas, planes o proyectos - , el desgaste del mismo, sea grande o pequeño, ha
de ser también cuidadosamente evitado, dejando a la inteligencia durante
algunos minutos en el más completo reposo. La concentración de la inteligencia
en la palabra atracción o auto atracción, o bien imaginar nuestro espíritu
puesto, por medio de una especie de filamentos eléctricos, en relación con
personas, lujares o cosas muy lejanas, pero dirigidos juntos hacia un solo
foco, nos ayuda a alcanzar este resultado, y de tal manera la imagen de todo
ello se convierte en nuestra inteligencia en una realidad de orden espiritual.
Esto es, que todas esas imágenes son en aquel momento en nosotros y en el
espíritu y por el espíritu existen. Toda imagen y toda invención vista
claramente por el espíritu es de substancia espiritual, pero de tanta realidad
como una cosa de madera o de hierro o de cualquier otra materia, en la que
luego podrá ser personalizada y hacerse visible a los ojos corporales, y en
cuya acción constituye la base física de la existencia.
Si un hombre piensa o imagina matar, en aquel mismo punto
lanza al espacio un elemento sanguinario, y arroja fuera de sí una idea de
muerte tan real como si la dejase impresa sobre un papel. El pensamiento es
absorbido por otros hombres, y así esta idea o intención de muerte, aunque
invisible, es absorbida por otras inteligencias, que se sienten de esta manera
inclinadas a la violencia, y aun al mismo asesinato. Si una persona piensa
continuamente en la enfermedad, lanza fuera de sí los elementos de toda clase
de dolencias; si piensa en la salud, en la fuerza, en la alegría, lanza al espacio
elementos de ideas de salud y de fuerza que afectan a los demás tanto como a sí
mismo. Un hombre arroja fuera de sí en ideas aquello precisamente que él –o sea
su espíritu- contiene en mayores proporciones.
Tal un hombre piensa, tal es él. Nuestro espíritu no es más
que un conjunto de ideas, de manera que aquello en que más pensamos es lo que
constituye en realidad nuestro espíritu. Lo que imaginamos, pues, toma para
nosotros apariencias de realidad. Las ideas y pensamientos que nuestro espíritu
lanza al espacio en solamente un minuto, con mucha dificultad las podríamos
escribir bien en una hora o más. Si juntamos todas nuestras fuerzas
espirituales, hemos reunido y concentrado todo nuestro poder, al cual podemos
de esta manera dirigir sobre la cosa o sobre el lugar que nos plazca. Cuando
los ojos y la inteligencia van dirigidos hacia un mismo sitio o cosa, los
cuales no sobrepasen nuestras propias energías, como, por ejemplo, un punto
determinado en la pared, las ideas positivas o radiaciones que nos unen con lo
externo son arrastradas hacia aquel centro común. El fijar toda nuestra fuerza
espiritual en una sola cosa nos aproxima a ella, esté cercano o muy lejano el
punto de contacto. Antes de efectuarse esté, el espíritu es algo así como una
mano abierta con los dedos extendidos; cuando la idea fija ha desarrollado toda
su acción, el espíritu viene a ser como un puño fuertemente cerrado.
Cuando dirigimos el pensamiento hacia algo exterior,
arrojamos fuera nuestras fuerzas; y cuan-do lo concentramos en una sola cosa, y
de ese modo lo retenemos y evitamos su extravío en todo momento, aumentamos
nuestras fuerzas.
El faquir indo, aunque de una inteligencia muy poco
cultivada, llega fácilmente a ser habilísimo en arrojar su espíritu fuera de su
cuerpo, con el cual queda, sin embargo, unido por medio de la invisible y
esplendorosa corriente de vida que en la Biblia es llamada hilo de plata. Si
este hilo llega a romperse, el cuerpo y el espíritu quedan completamente separados,
y el cuerpo muere. Muchas veces ha consentido el faquir que se lo enterrase vivo.
Han sembrado luego arroz sobre su tumba y el arroz ha germinado; han sellado y precintado
su ataúd y han vigilado cuidadosamente su fosa. Permanece así durante muchas semanas,
y cuando lo desentierran... ¡está vivo todavía!
Y es que el hombre verdadero, el verdadero YO, no bajó con el
cuerpo a sepultura; a éste únicamente, autoinducido al estado de trance, es el
que enterraron. Entre el cuerpo y el espíritu, que es posible estén separados,
el finísimo hilo del espíritu mantiene la vida del cuerpo; como si dijéramos:
le presta un suplemento de vida mientras para el cuerpo no ha llegado aún la
hora de su verdadera muerte. Y cuando el faquir es desenterrado, su espíritu vuelve
a él y toma otra vez entera posesión del cuerpo. Supo hacer con su propio
cuerpo lo que el agente mesmérico hace con el cuerpo de su sujeto. Lanza su
propio espíritu fuera de sí mismo, así como el que mesmeriza lanza el espíritu
del cuerpo de su sujeto. Antes de lanzar fuera su espíritu, el faquir indo deja
en la más completa inactividad su inteligencia; y antes también de arrojar
fuera el espíritu de un hombre, el operador mesmérico hace que la inteligencia de su sujeto quede completamente
inactiva; en otras palabras: trata de evitar la resistencia de la segunda
persona, de la persona inteligente, para reunir más fácilmente en un solo
centro todas sus fuerzas espirituales.
Puede nuestro espíritu, y con mucha frecuencia, usar de este
poder, salirse de nuestro cuerpo durante el sueño para dirigirse a lugares muy
distantes, conservando su unión con él por medio de ese sutilísimo hilo de que
hemos hablado, el cual puede alargarse hasta las mayores distancias, y viene a
ser una especie de alambre eléctrico que se extiende o se contrae, manteniendo
unido nuestro espíritu con el instrumento a favor del cual opera, que es el
cuerpo.
Este poder del espíritu da lugar y espacio al cumplimiento de
ese singular fenómeno de personas que a un mismo tiempo han sido vistas en dos
lugares diferentes y muy distantes el uno del otro; pero no es sino el espíritu
lo que en uno de estos dos lugares ha podido ser visto por unos ojos
clarividentes. Es el doble –doppel ganger- de los germanos; el fantasma de los
escoceses. El espíritu puede muy bien hallarse lejos del cuerpo un momento
antes de la muerte. Es tan sólo el débil soplo de la vida que el espíritu
transmite al cuerpo por medio de su hilo de unión de que causa a éste el dolor
de la agonía, aunque en realidad no padece el cuerpo tanto como parece. El
verdadero YO, el espíritu, puede muy bien alguna vez no tener pleno
conocimiento o conciencia del acto de la muerte, y hasta puede suceder que se
presente en aquel punto a alguna persona, aun hallándose a mucha distancia,
hacía la cual se sienta atraído, con lo que se explica y queda resuelto el
misterio de las apariciones –que vieron diferentes amigos- de personas cuya
muerte, acaecida al tiempo de su aparición, no fue de ellos conocida sino
muchos meses después.
Algunas veces sucede que, hallándose enferma una persona, cae
en un estado tal de inconsciencia, que el espíritu llega a abandonar el cuerpo,
aunque sin romper del todo el hilo de la vida que lo une a él. Ese estado
especial de trance en que ha caído el cuerpo del enfermo ha sido tomado alguna
vez por la muerte real y verdadera, y dicho cuerpo ha sido enterrado vivo. El
espíritu se ha visto entonces obligado a reintegrar el cuerpo ya encerrado en
el ataúd, pues el hilo de la vida tan sólo después de su retorno podía ser
cortado definitivamente.
Nuestro verdadero ser es arrojado fuera con cada una de
nuestras ideas o pensamientos, a manera de sutilísimas chispas eléctricas, las
cuales constituyen como una especie de representación de nuestra vida, de
nuestras fuerzas, de nuestra vitalidad hasta alcanzar el objeto, sitio o
persona a quien van directamente dirigidas, hállese muy cerca o muy lejos de
nosotros.
Nuestro espíritu es nuestra real y positiva fuerza. Cuando
levantamos un peso, ponemos toda nuestra fuerza física en el músculo que lo
levanta. Al hacer un esfuerzo cualquiera, ponemos en él la mayor parte de
nuestra fuerza espiritual, o tal vez toda. Y si en aquel preciso momento una
parte tan sólo de nuestro espíritu toma cualquier otra dirección, o si mientras
levantamos aquel peso alguien nos habla, o algo nos asusta o inoportuna, es
seguro que una parte de nuestra fuerza nos abandonará, Cualquiera de esas
diversiones nos habrá substraído una parte de la fuerza que habíamos de poner
en la elevación del peso susodicho.
La inteligencia, o sea el espíritu, se sirve del músculo para
ejecutar un determinado esfuerzo, como hacemos con una cuerda para levantar un
gran peso. Nada de esto se puede hacer sin la intervención de la inteligencia.
Inteligencia, fuerza y espíritu vienen a ser aproximadamente la misma cosa,
aunque no por medio de la materia tangible transmite el espíritu su fuerza,
esté cerca o muy lejano el cuerpo sobre el cual obra; pero será fuerte mientras
dirija juntas todas sus fuerzas espirituales a un solo punto, esté cerca o
lejos de su cuerpo. Y cuando otra vez tome el espíritu posesión de él y el
cuerpo despierte, estará en condiciones de usarlo con la misma fuerza que antes
tenía.
Pero el espíritu puede muy bien permanecer desparramado
durante toda la noche, como puede ser incapaz de tener siempre juntas y
reunidas todas sus fuerzas. Puede estar también en sí mismo encerrado, como lo
están muchos entre nosotros, aunque con su fuerza espiritual siempre dispuesta
a la acción, séale o no penosa. Pero esos estados de la inteligencia, que son
como actos del espíritu, y un gasto inútil de sus fuerzas, si llegan a
convertirse en habituales, acaban por hacer perder al espíritu su poder de
reunir y dirigir aun solo centro todas sus energías, y en esta situación no
podrá ya recuperar todas sus fuerzas ni durante la noche ni durante el día.
El insomnio o falta del sueño viene de la dificultad que el
espíritu encuentra a veces de recogerse o de reunir todas sus fuerzas en un
solo centro. La locura viene de que el espíritu es completamente incapaz de
reunir todas sus fuerzas en un solo foco. La curación o tratamiento de estas
insanias que dan el insomnio, ha de comenzar precisamente durante las horas
diurnas. Es preciso que ejercitemos nuestra inteligencia a poner siempre toda a
fuerza de nuestro espíritu en el acto que vamos a cumplir. Por insignificante y
de poca importancia que sea lo que estemos haciendo, es preciso que no pensemos
en aquel momento en ninguna otra cosa; de este modo aprenderemos a reunir en un
solo foco todas nuestras fuerzas. Si estamos por ejemplo, atándonos los
zapatos, y pensamos en lo que vamos a hacer luego o en lo que vamos a comprar
al salir de casa, arrojamos necesariamente la mitad de nuestra fuerza
espiritual, con lo cual podemos decir que quedamos a un mismo tiempo divididos
en dos; de esta manera no haremos nada bien, y de un modo más completo
desparramos nuestro espíritu, y más inútilmente, cuantas más sean las cosas en
que pensemos mientras nos atamos los zapatos o ejecutamos algún otro acto, por
insignificante que sea. Nos hemos educado en la malísima costumbre de
desparramar y malgastar nuestras fuerzas, hasta llegar a convertir esto en
hábito inconsciente e involuntario. Y así es como cada vez encuentra nuestro
espíritu mayor dificultad en reunirse y recogerse sobre sí mismo. Por esto,
también, halla nuestro espíritu, por la mañana, grandes dificultades para
volver con toda su fuerza al cuerpo que le pertenece, en el momento que despierta éste, como también le es igualmente
difícil abandonarlo por la noche, al dormirnos. Nunca obtendremos un sueño sano
y reparador si nuestro espíritu no se separa completamente del cuerpo. El
insomnio consiste casi siempre en que el espírito no puede abandonar totalmente
el cuerpo.
Si adquiere nuestro espíritu el hábito peligroso de emplearse
en muchas cosas a un tiempo, no podrá luego, falto de la energía de
concentración abandonar el cuerpo cuando es ello necesario, y durante la noche,
destinada a su propio descanso, hará uso de sus fuerzas lo mismo que durante el
día. De manera que si somos de un natural pendenciero y vivo, se pasará el
espíritu toda la noche en continua agitación, y cuando vuelva al cuerpo habrá
perdido una buena parte de sus fuerzas, en vez de haberlas recogido y
concentrado, pues toda esa inútil agitación, aunque sea solamente en espíritu,
constituye un desgaste continuo de fuerzas.
Por esta misma razón es peligroso e insano que el sol se
ponga sobre nuestra cólera; esto es, que hemos de tener en cuenta, cada vez que
vamos a cerrar los ojos para dormir, la conveniencia de no guardar odio ni
rencor contra las personas que estén con nosotros enemistadas, pues el espíritu
prosigue el propio proceso después de haber abandonado el cuerpo. El odio es
una fuerza destructora, es una fuerza que se desparrama con facilidad, desgarrando
nuestro propio espíritu en pedazos. Todos los buenos sentimientos, por el contrario,
son constructores, sobreponiendo constantemente fuerzas sobre otras fuerzas. El
odio nos lleva a la decadencia. Los buenos sentimientos atraen hacia nosotros
la salud y nos traen elementos sanos de todos aquellos con quienes hemos estado
en contacto. Si nos fuese posible, en nuestro actual estado, ver esa clase de
elementos espirituales, los veríamos fluir hacia nosotros según sus naturales
atracciones, lo mismo que hilos finísimos de vida que vienen a nutrir la
nuestra. Si nos fuese posible también ver los contrarios elementos de odio que
podemos excitar en los demás, veríamos cómo se dirigen hacia nosotros en forma de
rayos oscuros o bien como arroyuelos de substancias venenosas. Si lanzamos
también al espacio pensamientos de odio, no hacemos más que dar fuerza y poder
a los malos pensamientos ajenos. De esta manera, chocando y mezclándose,
accionando y reaccionando los unos sobre los otros, tan peligrosos elementos
piden a todos y a cada momento nuevas fuerzas que, robusteciendo las
anteriores, les permitan continuar indefinidamente la batalla, hasta que caigan
los dos enemigos completamente extenuados.
El propio interés de cada uno está en no odiar a nadie. El
odio debilita el cuerpo y es causa de grandes enfermedades. Nunca visteis a un
hombre sano y fuerte que fuese cínico, gruñón o murmurador. Su propio
pensamiento lo envenena, y sus enfermedades físicas tienen su verdadero origen
en su propio intelecto. El espíritu de tales hombres está siempre enfermo, y el
espíritu enferma al cuerpo, como que todas las enfermedades corporales nos
vienen por ese conducto. Curemos nuestro espíritu, modifiquemos el estado de
nuestra inteligencia, troquemos el deseo de causar daño a los demás o serles
desagradables por el ansia de hacerles bien, y esto nos pondrá en el camino de
curar todos nuestros males. Cuando el espíritu no dé origen a disputas ni a
odios ni a murmuraciones, despojado por completo de estos malos sentimientos,
el cuerpo no se hallará siempre dispuesto a sufrir toda clase de dolencias.
Podemos tan sólo oponernos con éxito al odio y malos
sentimientos de los demás, dirigiendo contra ellos nuestros pensamientos de
bondad. La bondad es un elemento espiritual mucho más poderoso que todos los
elementos de ira o de rencor, y aun puede desvirtuarlos. Las flechas de
malicia, en el plano espiritual, son una cosa real y verdadera, de suerte que
pueden ser arrojadas y dirigidas contra una persona determinada y causarle
grave daño. El precepto cristiano “Haz bien a aquellos que te odien a ti” está
fundamentado en una ley perfectamente científica. Por esto decimos que el
pensamiento o la fuerza del espíritu es una cosa real, y que los buenos
pensamientos se sobrepondrán siempre a los pensamientos malos, pudiendo aquí entenderse
por poder, en un sentido más literal, el mismo poder o fuerza que levanta una
mesa o una silla. Los efectos que produce toda idea o pensamiento, toda
emoción, toda clase de sentimientos o de cualidades como la piedad, la
paciencia, el amor... son elementos reales, pues los podemos ver con nuestros
propios ojos, y constituyen la piedra angular de la base científica de la
religión.
Lo que llamamos sueños son verdaderas y positivas realidades.
Nuestro espíritu se sale de nuestro cuerpo durante la noche, y anda y ve
personas y lugares, en algunos o muchos de los cuales no ha estado jamás
nuestro cuerpo; pero, al despertar, nuestra memoria retiene muy poca parte de
lo que hemos visto, y aun esta parte pequeña la recordamos confusamente. La
causa de esto es que nuestra memoria del cuerpo retiene tan sólo un poco de lo
mucho que la memoria de nuestro espíritu puede encerrar o contener. Tenemos,
pues, dos memorias: una educada y adaptada a la vida del cuerpo, y dispuesta la
otra para la vida del espíritu. Si se nos hubiese enseñado la vida y el poder
del espíritu desde nuestra primera infancia, reconociéndolo como una realidad,
la memoria de nuestro espíritu hubiera sido educada de modo que recordase todos
los accidentes de su propia existencia, anterior al despertar de nuestro
cuerpo. Pero, como se nos ha enseñado siempre a mirar el plano espiritual como
un mito, hemos considerado también un mito su memoria. Si a un hombre se le
hubiese enseñado desde la infancia a no creer en la realidad de alguno de sus
sentidos, ese sentido hubiese acabado por adormecerse en él y casi desnutrirse.
Si durante un número de años determinado impidiésemos a un niño tener con los
demás ninguna clase de relaciones y al mismo tiempo hiciésemos de modo que no
viese tal como es en realidad el cielo, o la casa, o los campos, o cualquier
otra cosa con la cual está el hombre en continuo contacto, y no permitiésemos
que nadie lo sacase de su error, es seguro que el sentido de la visión y el del
juicio estarían en este niño tan seriamente afectados que llegaría a negar lo
evidente. De un modo semejante se nos ha enseñado a negar y desconocer los
sentidos y las potencias propias de nuestro espíritu, o, por mejor decir,
nuestro real y más positivo poder, del cual los sentidos corporales no son más
que una débil imagen o representación, y así hemos llegado a negar
persistentemente todo esto. En definitiva, no se nos ha enseñado sino que no
somos más que un simple cuerpo, lo cual viene a ser lo mismo que decir que el
carpintero no es más que el martillo que emplea para su trabajo, pues el cuerpo
en realidad no es otra cosa que el instrumento del espíritu. Si durante eso que
llamamos sueño vemos un día a alguien que murió hace años, vemos en realidad a
una persona cuyo cuerpo, enteramente agotado, no podía ser usado por ella en la
actual situación de la vida.
El odio es una fuerza destructora, es una fuerza que se
desparrama con facilidad, desgarrando nuestro propio espíritu en pedazos. Todos
los buenos sentimientos, por el contrario, son constructores, sobreponiendo
constantemente fuerzas sobre otras fuerzas. El odio nos lleva a la decadencia.
Los buenos sentimientos atraen hacia nosotros la salud y nos traen elementos
sanos de todos aquellos con quienes hemos estado en contacto.
Si un hombre piensa o imagina matar, en aquel mismo punto
lanza al espacio un elemento sanguinario, y arroja fuera de sí una idea de
muerte tan real como si la dejase impresa sobre un papel. El pensamiento es
absorbido por otros hombres, y así esta idea o intención de muerte, aunque
invisible, es absorbida por otras inteligencias, que se sienten de esta manera
inclinadas a la violencia, y aun al mismo asesinato. Si una persona piensa
continuamente en la enfermedad, lanza fuera de sí los elementos de toda clase
de dolencias; si piensa en la salud, en la fuerza, en la alegría, lanza al
espacio elementos de ideas de salud y de fuerza que afectan a los demás tanto
como a sí mismo. Un hombre arroja fuera de sí en ideas aquello precisamente que
él –o sea su espíritu- contiene en mayores proporciones.
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