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LA LEY DEL MATRIMONIO


Prentice Mulford
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El elemento más refinado en la naturaleza es femenino. La fuerza constructiva más grande en la naturaleza es masculina. El elemento de mayor clarividencia que existe es femenino. La capacidad para hacer lo que la mente femenina ve que ha de ser hecho es masculina. La mujer puede ver mucho mejor el modo de hacer un buen esfuerzo en los más duros trances de la vida; y el hombre, por el contrario, es más apropiado para ejecutar en estos mismos trances, pues la organización masculina, relativamente más tosca, está mejor dispuesta para esta acción. Los ojos espirituales de la mujer ven siempre mucho más lejos que los del hombre, penetran más fácilmente en lo por venir.

En cambio, el brazo del hombre, o sea su fuerza, tiene mayor poder para ejecutar aquello que los ojos femeninos ven que ha de ser hecho. Los ojos espirituales de la mujer, o sea su intuición, están siempre mucho más abiertos que los del hombre. Por esta razón, suelen ser siempre mucho clarividentes las mujeres que los hombres. Por esta razón también, las mujeres son las primeras que comprenden y sienten toda nueva revelación.
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Respecto a las verdades que hoy se encaminan hacia nuestro mundo, son las mujeres mucho más despiertas creyentes que los hombres. Igualmente por esta razón, los más fieles seguidores de Cristo fueron las mujeres. De ahí que se haya convertido en adagio popular la frase de que “la mujer siempre va a la conclusión”, y esto es debido a que su capacidad para predecir los resultados en todo negocio y señalar al hombre de quienes hay que fiar y de quienes no, o sea, dicho en otras palabras: su facultad de sentir la verdad es mucho más aguda que en el hombre, debido al mismo principio y a la misma ley, aunque aplicada en otra dirección, que hace que cuanto más delicadamente se haya ajustado y construido todo instrumento meteorológico, sea tanto más sensible a las variaciones de la atmósfera y nos dé indicaciones tanto más precisas de los cambios futuros. Por eso las mujeres han sido las más devotas y persistentes conservantes de lo religioso, y lo mantenido por ellas será el norte para juntar un día en un total y fuerte conjunto lo que llaman los hombres Ciencia y llaman Religión las mujeres. Los ojos espirituales de la mujer son los primeros que han vislumbrado estas verdades, aun en medio de los falseamientos e interpretaciones incompletas en que se han producido, no por defectos de la verdad misma, sino por la ceguera de nuestros ojos, los cuales estas verdades vienen a alumbrar. La mirada de la mujer, en todas las situaciones de la existencia, será siempre más clara que la del hombre; y el hombre tendrá siempre también mayor poder para la exteriorización de la idea que debe a la clara previsión de la mujer. Para cada poder especial que el hombre tiene, existe una clarividencia femenina que indicará dónde y cómo ha de ser ejercido este poder. Esta clarividencia femenina está predestinada a completar la fuerza de acción del hombre, y cuando estos dos elementos viven juntos y obran juntos –y en último resultado siempre es así- entonces puede decirse que existe el verdadero matrimonio.
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La fuerza femenina o mente femenina es un complemento en absoluto necesario de la fuerza o mente masculina. En el más elevado reino de la existencia donde estos dos elementos, el masculino y el femenino, en la forma de un hombre y de una mujer, comprenden sus verdaderas relaciones mutuas y viven según estas relaciones, la unión de estos dos espíritus produce la suma de poder que difícilmente lo comprende nuestra débil inteligencia humana, pues en esos dominios de la existencia todo pensamiento, toda idea, toda aspiración, se convierte en una realidad. Pero, además, ese gran poder, que solamente puede desarrollarse en los más elevados órdenes de la existencia, hace también posible, en más inferiores planos de la vida, convertir en realidades lo que suele la gente calificar de sueños y castillos en el aire.

La piedra angular de este poder está en el matrimonio, esto es, el matrimonio de la mujer verdadera y del hombre verdadero, el matrimonio eterno de un hombre con una mujer, la eterna unión y consiguiente fruición mental del hombre predestinado a ser eternamente el marido de la mujer que a su vez le está predestinada.

Para cada hombre creado hay también creada una mujer, que está destinada a él, a él solamente, como la única y verdadera esposa que ha de tener en este mundo y en todos los otro mundos. Cada uno de ellos verá realizados en el otro sus ideales y todas sus ilusiones de casado. Y cuando la vida eternal de ambos se haya relativamente completado, y cuando ambos hayan comprendido sus relaciones y de un modo apropiado hagan uso de ellas mutuamente, vivirán en eterna luna de miel. Son muchas las parejas con buena voluntad unidas, pero que no pueden hallar en su unión toda la felicidad apetecible, que no pueden vivir felices en la presente encarnación; pero seguramente se unirán otra vez, en posteriores encarnaciones, como hombre y mujer, y aunque llevarán otros nombres y serán distintos individuos físicos, sus espíritus o sus YO más elevados se reconocerán el uno al otro.
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La que es la verdadera esposa de un hombre, disfrute o no su mente o su espíritu de un cuerpo físico, es decir, esté o no encarnada, es la única mujer que le puede dar o inspirar a aquel hombre las más elevadas ideas que puede recibir sus masculina mente. Y estas ideas salidas de dicha fuente se adaptarán en todo a su modo de ser y serán perfectamente apropiadas a su peculiar inteligencia, a su personal trabajo, a su negocio o a sus empresas, en el momento que las reciba de ella; de ninguna otra inteligencia puede recibir el hombre ideas y pensamientos que tan bien y enteramente se adapten a sus especiales necesidades. El verdadero marido de esta esposa, esté encarnado o no su espíritu en un cuerpo físico, es el único hombre en todo el universo que puede poner en ejecución y exteriorizar entera y perfectamente las ideas y pensamientos de su esposa.

Esta apropiación y perfecta compenetración del uno en el otro es lo que constituye una verdadera unidad. Ella, por la mayor finura y mayor sensibilidad de su organización, recibe las ideas de los más elevados dominios de la mente. Ella es, si se puede decir así, la sensible placa fotográfica que recibe la impresión de la luz. Él es, en cambio, la más apropiada inteligencia, en un plano de la vida relativamente tosco, para poder en ejecución las ideas así recibidas. Pero no es la del hombre la inteligencia más fuerte para engendrar las ideas, o, diciéndolo más propiamente: para recibir los más elevados y más poderosos pensamientos. Todas las ideas fundamentales han sido traídas a este mundo por las mujeres. El hombre, inconscientemente, ha tomado o absorbido de la mujer estas ideas, y luego, sin darse cuenta de ello, les ha dado predicamento. Detrás de cada gran empresa o progreso en la historia del mundo se encuentra una mujer, generalmente desconocida, inspirando a un hombre o a muchos hombres el hecho glorioso o la empresa extraordinaria. Madame Roland es quien inspiró a la Gironda la petición de un gobierno constitucional para Francia. Josefina es quien inspiró a Napoleón las ideas que hicieron triunfal su carrera, hasta que se separó de ella. La reina Isabel de España fue la que con su pertinencia obligó al vacilante Fernando a ayudar a Colón para el descubrimiento del Nuevo Mundo, cuya existencia le hizo adivinar su intuición femenina, elevándose por encima de lo que la gente llama la razón. Detrás de Washington está su esposa, que compartió con él las penalidades de Valley Forge, y fue también la no conocida fuente de donde él sacó todas las ideas y todo el poder que luego empleó su mente para asegurar la independencia de los americanos. Detrás de todo triunfo alcanzado por un hombre, en un grado o fase cualquiera de la vida, en todo éxito comercial o industrial, ha sido siempre y en todas partes su verdadera inspiradora una mujer, visible o invisiblemente.

El poder de la mujer es hoy más grande y su acción más extensa de lo que ella misma cree, pues el poder y los efectos de la mente femenina llegan a todas partes, y todos los hombres tienen acordada con él la propia sensibilidad o capacidad de sentir y de absorber el pensamiento femenino. La mente de una mujer puede gozar de gran abundancia de cosas nuevas, inventadas; y toda idea o pensamiento de este orden puede ser absorbido o inconscientemente tomado de ella por algún hombre en relación más o menos estrecha con ella. La mente de una mujer puede estar llena de ideas de negocios y de capacidad comercial, y del mismo modo pueden ser ellas absorbidas por un hombre, apropiándoselas enteramente, mientras que nadie creerá en los dones que le ha hecho la mujer, ni siquiera ella misma. Es una verdad reconocida que uno puede dar a otro ideas o pensamientos de gran valor, sólo cambiando con él unas pocas palabras y hasta sin ninguna. Lo peor, y algunas veces sucede así, es que siendo nosotros dueños de un espíritu más elevado o perfecto, podemos ser en cierta porción absorbidos por una mente mucho más inferior o más tosca, con la cual estemos en relaciones más o menos estrechas, mientras que los elementos absorbidos a nuestra vez serán de una naturaleza baja y grosera; de este modo podemos llegar a obrar dominados por ella, gobernados por su pensamiento. De esta manera no estaremos en el pleno uso de nosotros mismos, es decir, en el uso de nuestro superior poder, que es nuestro pensamiento, sino que usaremos de otro que es muy inferior, y debido a esto no prosperaremos en nuestros negocios ni adelantaremos tanto como podríamos en nuestro arte. Éste es el peligro que quiso señalar un antiguo escritor cuando dijo: “No vayas nunca con tus inferiores”.
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No es la mujer el más débil sino el más puro de los sexos. La mujer es, con respecto al hombre, lo que la delicadísima aguja magnética de la brújula representa con respecto al timón que dirige el rumbo de la nave. Siendo, pues, un instrumento tan delicado, la mujer tiene necesidad de ser protegida y de ser escudada contra las fuerzas brutales de que el hombre se vale para su acción, del mismo modo que el ingeniero guarda y protege sus más delicados instrumentos de precisión y el marino su brújula o sextante. Si, pues, el delicado instrumento destinado a recibir los más elevados y más claros pensamientos está obligado a luchar al mismo tiempo con las fuerzas más bajas de la naturaleza, o, en otras palabras, a hacer el trabajo del hombre, el instrumento recibirá de ello gran daño y perderá su sensibilidad, con lo cual el hombre ya no podrá recibir por medio de él todo lo que recibiera a estar el instrumento mejor protegido, y como consecuencia de esto el hombre recibirá también daño en su salud y en su fortuna.

Por esta razón Cristo alabó a María, por haber escogido lo mejor no haciendo de sí misma una mujer a la que el trabajo consume y mata, lo que llaman una mujer de su casa, como Marta había hecho. María, no fatigando su cuerpo, pudo mantener la mente sana y fuerte y apta para recibir ideas muy elevadas. Cansando y fatigando con exceso el cuerpo, hacemos más difícil para el espíritu su acción sobre ese mismo cuerpo, aumentando también sus dificultades para alcanzar lo que está por encima de las más bajas corrientes espirituales que nos rodean, o sea los pensamientos que se ciernen en las más elevadas y adelantadas regiones de la existencia.

Es una idea propia solamente de los pueblos bárbaros la de que el trabajo doméstico ha de ser el trabajo exclusivo de la mujer. Los trabajos interiores de una casa, como hacer la comida, arreglar las camas, lavar, cuidar de los niños y otras muchas obligaciones que recaen sobre una mujer en solamente una mañana, resultan mucho más fatigantes que guiar el arado o que uno solo cualquiera de los trabajos masculinos; cuantas más cosas contenga la mente, teniendo que hacerlas todas en un tiempo dado, tanta más fuerza o sea material mental proyectamos fuera de nosotros en distintas direcciones y en un tiempo dado también; y esto fatiga más prontamente que el dirigir nuestra energía en una sola línea de esfuerzo, como hace el hombre que escribe y el que labra la tierra, o el que trabaja en la fragua, en el despacho o en el banco del carpintero. Convertida, pues, la mujer en lo que llamamos una mujer laboriosa, queda embotada y oscurecida su clarividencia espiritual, su facultad e adquirir nuevas ideas, pues la energía que necesitaba para ejercitar esas esenciales capacidades se ha convertido en fuerza muscular. Si el hombre también se fatiga con exceso, su poder para recibir la idea femenina y para obrar de conformidad con ella queda igualmente disminuido.

Si un hombre no quiere o no puede reconocer estas relaciones de su esposa con él y no hace uso de ellas, obra lo mismo que el marino que poseyendo una buena brújula la tuviese encerrada en la bodega o la rompiese para no servirse de ella. Si el hombre se burla continuamente de las impresiones, intuiciones o sugestiones de su mujer, referentes a su propia vida o a sus negocios o empresas, puede llegar finalmente a estropear su guía espiritual, como sucede con la brújula que se deja arrinconada o de la que se hace un uso impropio. En otras palabras: embota la inteligencia de la mujer, mata sus intuiciones y ciega la fuente de su inspiración, acabando por romper su comunicación con las esferas superiores y destruir su capacidad para atraer de las más elevadas corrientes de materia mental aquellos elementos de fuerza verdaderamente constructora, perjudicando de este modo la salud de ella y su propia salud, perjudicando la inteligencia de ella y su propia inteligencia; de esta manera es arrastrado el hombre hacia más bajos y groseros planos de la vida, y arrastra a ellos consigo a su verdadera mujer.

Hay en la naturaleza fuerzas divididas o separadas, a las cuales Dios, o el Espíritu infinito del bien, ha mandado juntarse para que hagan UNA SOLA FUERZA. La fábula mitológica que nos pinta a Minerva, la diosa de la Sabiduría, surgiendo súbitamente, en la plenitud de su poder, del cerebro de Júpiter, representa la superior capacidad femenina para la absorción de los más elevados y más poderosos pensamientos y la cual, con su superior sapiencia, transmitirá al hombre los granos de oro que luego éste, con su capacidad especial y su fuerza especial, moldeará y les dará variadísimas formas de belleza. Con frecuencia se formula esta pregunta: “¿Por qué la mujer, en comparación con el hombre, ha hecho tan poca cosa en los campos más activos del esfuerzo humano, en la esfera de los negocios y de los inventos?” La respuesta es que, sin el femenino cerebro detrás del suyo, el cual le sugería ideas originales o grandes pensamientos, el hombre hubiera realizado menos o quizá nada de cuanto ha hecho, así se trate de las conquistas que ha alcanzado en los campos de batalla como de las logradas en el campo del arte o de los grandes descubrimientos. El hombre absorbe sus ideas de la mujer, sin saberlo. El hombre ha sido en todos estos casos el inconsciente instrumento de la idea, mientras que la mujer ha sido la que ha dado esta idea, inconscientemente también. Ni uno ni otro saben que las principales partes de su real existencia son invisibles, y que estas partes –filamentos, como si dijéramos, del espíritu- se extienden lejos, muy lejos del cuerpo, untando, mezclando, atrayendo, dando y recibiendo toda clase de elementos invisibles que constituyen el pensamiento. De esta manera, y sin saberlo ella misma, la mujer va elaborando su obra; la mujer ha sido la inspiradora. La verdadera inspiradora de todo hombre que ha hecho alguna cosa grande, sea ésta la grandeza del bien o la grandeza del mal, la grandeza de Lucifer o la grandeza de Cristo. La adoración rendida a la Virgen María por la Iglesia Católica no significa sino que la misión y principalísima función de la mente o espiritual organización femenina es la de traer a la tierra, que es el más bajo y más tosco plano de la existencia, mayor sabiduría, mayor conocimiento y mayor verdad.  El alma o la energía espiritual de María supo llegar a la esfera mental superior de donde vino el Espíritu de Cristo; y ciertamente que sin esta aproximación y sin esta relación de María con tan elevado reino de la mente no hubiera podido jamás dar al espíritu de Cristo un cuerpo que tan bien se apropiase a su superior exaltación. Y solamente cuando los hombres adoren y reverencien el espíritu femenino, considerándolo como un mensajero de verdad que tiene la misión de traer a la tierra siempre mayores sumas de conocimiento, tan sólo entonces serán los hombres capaces de poseer y de saber emplear poderes iguales y aun superiores a los de Cristo.

La divinidad no es meramente masculina. La divinidad, o sea el poder de la Donación, para que pueda obrar como tal ha de ser a un mismo tiempo femenina y masculina. Cuando aspiramos a cosas nobles, cuando deseamos cosas levantadas, con nuestra plena capacidad para realizarlas, verdaderamente proyectamos nuestra mentalidad, una parte de nosotros mismos, hacia las más elevadas y más poderosas corrientes de la espiritualidad. El espíritu femenino tiene mayor poder para lanzar al espacio su mente que el espíritu masculino; y si bien el hombre logra exponer por medio de la palabra o en otras formas de expresión grandes y hermosas ideas, es porque tales ideas le han sido traídas en su rusticidad, como quien dice, por alguna mujer, visible para él o invisible.

La mujer puede no haber sido capaz de exteriorizar aquellas ideas en la forma que el hombre lo ha hecho, siguiendo su modo peculiar de expresión; pero la mujer da la idea, del mismo modo exactamente que yo puede dar a otro un diamante en bruto para que lo talle y lo pula, cosa que la mujer no se halle tal vez en condiciones de hacer tan perfectamente. Sea como quiera, la mujer es la que halla los diamantes, y cuando lo hace para su verdadero esposo, encuentra una inmensa delicia en hallar lo diamantes de la idea, del pensamiento, de la invención. A la vez, si la unión de ambos es completa y perfectísima, halla también el marido un placer inmenso al poner en acción, al exteriorizar la idea que le ha sido dada. Si la mujer, debido a conveniencias de la vida, se viese obligada a trabajar como si fuere un hombre, entonces sólo encontraría tierra y piedras en vez de diamantes.

Cuando la mujer sienta despreciado el verdadero valor de sus relaciones con el hombre, no afirmará este valor y lo obligará a su reconocimiento portándose con él a la manera de una arpía, sino siendo en todo momento una muy digna y amorosa reina, ansiosa de complacerlo, permaneciendo firme e inquebrantable en este propósito, pues ella tiene tanta culpa y tanta parte de responsabilidad en los dolores y quebrantos que padecen juntos como el hombre mismo. Porque dicho está que nadie puede hacernos justicia sino nosotros mismos; y nuestra ventaja está, naturalmente, en cuanto vemos con claridad que poseemos un positivo valor para los demás, en hacerles comprender todo este valor. Y si aquellos que lo han de reconocer así, por cualquier causa no pueden verlo, entonces cesaremos de hacerles el don de nuestros méritos hasta que puedan apreciarlo, pues si al ver que nuestros deseos son menospreciados continuamos aun prodigándolos, habremos de ser tenidos por los más grandes pecadores. Si tiras un puñado de monedas de plata en medio de la calle entre un grupo de gente, verás cómo las recogen todas sin dejar una y cómo luego apenas si te dan las gracias por ello. Del mismo modo hacemos con mucha frecuencia, sin discernimiento y sin provecho, el don de nuestra simpatía y de la ayuda que se desprende de esa simpatía en las más íntimas relaciones de la vida.

Cuando alguno de nuestros dones deja de ser apreciado enteramente, o es considerado ya como una cosa corriente, el que en tales condiciones continúa prodigándolo peca muchísimo más que aquel que lo recibe, porque si el primero conoce el valor de lo que da, mientras que el otro no lo conoce, su verdadero interés, si es avisado, consiste en hallar la manera de que el valor de sus dones sea reconocido. La simpatía es una fuerza. Si pensamos mucho y muy persistentemente en otro, y nuestra mente es superior a la suya, proyectamos hacia él o le dirigimos nuestras fuerzas, le dirigimos una corriente de elementos mentales, la cual puede nutrirle, inspirarle y fortalecerle a la vez el cuerpo y el espíritu; y si al mismo tiempo no recibimos de alguna otra parte una corriente mental de calidad parecida, entonces nuestro cuerpo y nuestro espíritu resultan altamente perjudicados; hemos dado oro puro y hemos recibido en cambio solamente hierro; y aún puede suceder que la mente por nosotros alimentada y fortalecida no sea capaz sino de absorber una pequeña parte del oro nuestro, de nuestras cualidades mentales, siendo desperdiciado el resto.

Esta mente inferior puede en muchos casos ser la del propio y verdadero consorte, cuyo espíritu no haya aun adelantado lo suficiente para poder apreciar por entero el valor que tiene sobre el suyo el espíritu de su esposa. Un hombre y una mujer empiezan a gozar del resultado y del provecho de su verdadero matrimonio cuando los dos se unen en el mismo propósito de adelantar y perfeccionar su mentalidad, lo que da por necesario resultado una más fuerte salud del cuerpo, y sobre todo cuando tienen o se dan a sí mismos una gran aspiración o propósito noble que cumplir en la vida.
Comprenderáse perfectamente que si el espíritu de uno de ellos es en alguna manera bajo, o rastrero, o vulgar, ese espíritu experimentará daño, y aun peor que el daño, será causarlo también al otro, en el caso de que persista en ese modo mental. Los dos han de aspirar y de ambicionar igualmente hacer de sí mismos poderes siempre crecientes para el bien de todos los hombres.

Cuando el hombre reconoce en la mente femenina que es su compañera una fuente para él de nuevas ideas, que proceden de las corrientes más elevadas del espíritu; y cuando la mujer, a su vez, reconoce en el hombre el poder para coger esas ideas y exteriorizarlas en la realidad del presente plano de vida, en el cual su más delicada organización no puede competir con la masculina, podemos decir que existe el verdadero matrimonio. Y cuanto más fundamenten la unidad de su vida sobre estas bases, y pidan y deseen con mayor persistencia ser guiados por la divina inspiración, o sea por la siempre creciente abundancia de más claros y más sabios pensamientos, se darán mutuamente nueva vida para el cuerpo y nueva vida y nuevo poder para la mente. Así revestirán sus espíritus con nuevos cuerpos, para vivir últimamente en la forma que deseen, ya en el mundo visible y físico, ya en el mundo invisible del espíritu, en su propia esfera, poniéndose en camino de llegar al conocimiento de los poderes hasta ahora desconocidos o de los cuales hemos tenido muy vaga idea en nuestro presente estado de atrasada e imperfecta civilización. Y el uno al otro se educarán tanto más y mejor cuanto más se amen; y el amor suyo de mañana será más exaltado y más intenso que su amor de hoy, pues su unión es de aquellas de que nos habla uno de los maestros de la antigüedad, de la cual nos dijo que tienen el perfume de la vida en la vida, nunca de la muerte en la muerte, como ha de suceder forzosamente en ciertas uniones carnales, no santificadas por el mutuo amor y la aspiración de hacerse mejores, más puros y más poderosos mañana que hoy. Sólo una unidad de aspiración para adquirir cada día mayor bondad, mayor poder, mayor divinidad, es lo que puede procurarnos lo que ahora con tanta frecuencia solicitamos en vano, o sea el amor que arde eternamente, el amor que no se cansa nunca.....

La razón de que los sacerdotes de más de una religión estén obligados al celibato no estriba precisamente en que el matrimonio, en el más elevado sentido de su significación, sea para ellos un daño o un peligro, sino en que la esposa del verdadero sacerdote, el hombre de una mentalidad más elevada que la de los hombres que lo rodean en el plano terrenal de la existencia, no vive nunca en este mundo, sino en el mundo invisible de los espíritus, y desde allí le va sugiriendo constantemente nuevas ideas, nuevos propósitos, nuevas verdaderas, nuevas inspiraciones; y si el sacerdote se uniese estrechamente en esta vida con otra persona corporal, no sólo su vida sería cada vez más y más absorbida por esa persona, sino que se rodearía también de otras muchas personas, sin duda de orden más atrasado, que con sus mentalidades inferiores llegarían a formar en torno de él una barrera, separándolo tal vez completamente de su compañera espiritual, de su verdadera esposa, alejando así las dos mitades de la unidad, siquiera temporalmente, pues, en realidad, la separación de las dos mitades que forman o han de formar con el tiempo una unidad es siempre tan sólo accidental. Cuando Napoleón abandonó a Josefina, que era su verdadera esposa, y se casó con María Luisa, le abandonó al propio tiempo su buena fortuna, pues absorbió de la princesa austríaca un orden inferior de pensamientos, que lo dejaron ciego y torcieron enteramente su juicio, alejándolo para siempre de las verdaderas fuentes de su fuerza y su inspiración. Josefina le había aconsejado que no emprendiese jamás la fatal campaña contra Rusia; y tal confianza tuvo siempre Napoleón en el juicio y en las intuiciones de Josefina, que muchas veces aun solicitó su consejo después de la separación. A pesar del orden inferior de pensamientos que lo rodeaban en virtud de sus nuevas relaciones cotidianas, más de una vez siguió todavía la inspiración de su verdadera esposa, lo mismo que antes, pues la influencia mental de la persona con quien hemos estado en muy íntima asociación será en nosotros dominante, con extensión mayor o menor, a despecho de todos los esfuerzos que hagamos en contra de ella. Cuanto más baja sea la esfera mental en que vivimos, más fuerte será esa inclinación y menos podremos escapar de ella.

No es posible a ningún hombre ni a ninguna mujer mantener siempre separado aquello que Dios, o sea la Infinita Fuerza del Bien, ha juntado una vez. De igual manera estamos destinados el uno para el otro, como están destinados los planetas al sol en torno del cual describen sus órbitas. Está en las posibilidades de la existencia que los dos sujetos de un perfecto matrimonio vivan el uno en el mundo físico y el otro en el mundo espiritual e invisible. Otra de las posibilidades que habrán de ser reconocidas en lo futuro es la de que la continua unión o mezcla de las mentes o espíritus de los dos esposos da nacimiento muchas veces a la unión terrenal o visible, con lo cual se puede adelantar mucho camino para la unión espiritual y eterna.

Y si el hombre que se halla en esta situación se una con otra mujer, al morir puede ver todo el mal que ha hecho separándose de su verdadera esposa, siquiera temporalmente, y muchas veces, como resultado de esa falsa unión, otra rencarnación será inevitable antes que su espíritu alcance la fuerza o la claridad de visión suficientes para reconocer a la mujer que le está destinada.

Y aquí he de decir que al hablar de sacerdotes y sacerdotisas me refiero a todo hombre y a toda mujer que se inspire o trabaje en los campos de la poesía, de la literatura, del arte, de la ciencia, de la gobernación de los pueblos o de cualquier otra de las actividades mentales que brillan con luces eternas y dan a los humanos todo bien. El hombre y la mujer que pueden o tienen capacidad para hacer alguna cosa mejor de cómo es actualmente hecha –de esta manera dando a su existencia mayor esplendor y más duradera felicidad-, sean médicos o maestros, sean artistas o científicos, digo en verdad que los tales poseen vocación sacerdotal, son verdaderos sacerdotes.