LA ASTROLOGÍA DE LOS SACERDOTES CALDEOS, PRIMERA PARTE
Por Alan de los Mares
Desde Bogotá Colombia
Como ya conocen nuestros lectores, ASTROLOGÍA, CULTURA Y ESPIRITUALIDAD, es un espacio dedicado, como su nombre lo indica, a compartir material de interés sobre estos tópicos. En cuanto a lo primero, la astrología, es nuestra política inmodificable difundir artículos que demuestren y expliquen -del modo más claro y sencillo posible- la realidad de este milenario saber, y la acción e influencia de su mecanismo arquetípico. Aquí no nos ocupamos de abstrusas teorías y tecnicismos astronómicos, geométricos y matématicos (1), pero sí del fenómeno, del hecho astrológico en sí, que conduzca a su diáfana comprensión y comprobación directa. En ese orden de ideas, somos eminentemente prácticos, y la razón es que nuestras publicaciones se dirigen preferencialmente a la gente del común que le gusta e interesa la astrología, y a quienes dan los primeros pasos en su aprendizaje, y por lo tanto reclaman simpleza, claridad y precisión en la exposición del tema.
Pero, asimismo, compartimos escritos de plumas magistrales que nos presentan otros ángulos, visiones y perspectivas de esta querida ciencia estelar, pues siguiendo la feliz frase de Orissa Mizar, Lo BUENO que se COMPARTE se MULTIPLICA, así que COMPARTE lo BUENO.
En esta ocasión tenemos el gusto de ofrecerles una importante y reveladora disertación de Charles Leadbeater sobre la astrología Caldea. En efecto, es frecuente leer exégesis basadas en la astrología caldea y algunos puntos técnicos de la misma, hechas por expertos que, paradójicamente, niegan el carácter, digamos, religioso, espiritual y esotérico de esta disciplina, en vista de lo cual es pertinente hacer una introducción en boca del mismo André Barbault (2):
“Es imposible en el estado actual de nuestros conocimientos determinar de modo preciso la época en que nació la astrologia. Los primeros documentos importantes que poseemos nos enseñan que las observaciones de los astrólogos caldeos, asirios y babilonios se escalonan durante el primer milenio antes de nuestra era y probablemente ya con anterioridad.
Uno de estos textos fue hallado entre los millares de tablillas de ladrillo cocido, escritas en caracteres cuneiformes, procedentes de las minas de la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive.
Estas tablillas, conservadas en el British Museum, forman una especie de enciclopedia que reproduce documentos mucho más antiguos, algunos de los cuales pertenecen a la primera mitad del tercer milenio a. de J. C. Otras tablillas, halladas en la biblioteca del templo de Neper, al sudeste de Babilonia, contienen igualmente documentos escalonados entre los años 3000 y 450 antes de nuestra Era. En cuanto a la primera obra de Astrología que conocemos, data de la época de Sargón de Agade (alrededor de 750 a. de J. C.) y contiene una compilación de acontecimientos señalados según los eclipses de sol.
En aquella época lejana, encontramos la astrología íntimamente ligada a la mitología y asociada a un culto astral. Y así seguirá hasta la civilización helénica (3). Se han dado las más diversas interpretaciones acerca de esta «conjunción» astrología-mitología. La mayor parte de los astrólogos sostienen que su ciencia es la primera en fecha, y que ha sido «plagiada» por la mitología para pasar al dominio público, de modo que, si el dios de la guerra ha sido bautizado Marte, es únicamente porque ya se había establecido una correspondencia entre el planeta y las tendencias guerreras.
Más consecuente es la interpretación que se basa en disciplinas tales como la antropología y el psicoanálisis. Según ella la mitología se considera como un sueño de la humanidad colectiva, un sueño en el que son proyectados los deseos, las aspiraciones de cada hombre. El sueño precede a la conciencia como la noche precede al día, al igual como la imaginación creadora, de la que ha salido el mito, precede al pensamiento razonado que ha fundado la astrología. Es sobre este fondo del inconsciente colectivo que se tejen los primeros conocimientos, y la mitología ha debido probablemente ser la madre, la materia prima, la substancia nutritiva de la astrología (4). La mitología es ya una fantasía astrológica, y pasamos de una a otra, de una cosmogonía a una cosmología, como de la frondosidad de los relatos a la naturaleza fundamental de los tipos. En todo caso, una y otra tienen una fuente creadora común, y parece probable que la misma mente ha engendrado el mito y fecundado la astrología.
Pero también vemos íntimamente asociadas en los tiempos antiguos la astrología y la religión. En nuestros días los sociólogos creen cada vez más que la creencia sideral es una fase primordial de la evolución general de las religiones, relevándose éstas gradualmente del animismo y del fetichismo a las formas superiores del culto. Lo llamado «divino» ha sido tempranamente proyectado hacia el cielo, hacia estos astros que se mueven allá arriba, en otro universo. Se comprende así, que la observación del cielo se convirtiera en servicio divino.
Entre los «pioneros» del cielo, los sumero-babilonios, el signo de la escritura cuneiforme que designa a Dios era una estrella, y en muchas lenguas la palabra Dios deriva de una raíz común sánscrita, «diva», que significa «iluminar» o «brillar» (5).
Si las imágenes de los dioses planetarios se han conservado intactas a través de los signos, es porque son la expresión de fuerzas psíquicas y espirituales profundamente humanas y sin duda permanentes; tienen siempre una resonancia en cada uno de nosotros. Los hermetistas no han cesado de declarar que las fuerzas planetarias divinizadas son, propiamente hablando, nosotros mismos; son las imágenes primitivas de potencias psíquicas que en otros tiempos el hombre proyectó en el cielo, según un proceso inconsciente, ahora bien conocido.
Según C. C. Jung, los símbolos astrales y los mitos divinizados son los «arquetipos del inconsciente colectivo», transmitido de generación en generación, siempre presentes en estado latente en la psique y que pueden ser hechos conscientes. Cada civilización tendrá su mitología y su religión astral, y la astrología será simultáneamente una ciencia, una poesía y un culto.
Esta astrología caldea hace aparecer una astronomía ya científica, a la vez que una religión astral, de carácter mitológico (5)
El astrólogo caldeo más reputado fue el historiador Beroso, contemporáneo de Alejandro, que fue sacerdote de Bel en Babilonia (6).
Hasta aquí Barbault.
(1) No hay que ignorar y dejar de lado la dimensión simbólica de la astrología, pues como lo dice André Barbault en el pasaje ya citado, “Los hermetistas no han cesado de declarar que las fuerzas planetarias divinizadas son, propiamente hablando, nosotros mismos; son las imágenes primitivas de potencias psíquicas que en otros tiempos el hombre proyectó en el cielo, según un proceso inconsciente, ahora bien conocido. Según C. C. Jung, los símbolos astrales y los mitos divinizados son los «arquetipos del inconsciente colectivo», transmitido de generación en generación, siempre presentes en estado latente en la psique y que pueden ser hechos conscientes”.
(1) hay que tener en cuenta esa otra parte de la astrología, su dimensión simbólica.
(2) En DEFENSA E ILUSTRACIÓN DE LA ASTROLOGÍA
(3) Negrillas nuestras
(4) Negrillas nuestras
(5) negrillas nuestras
(6) Tomado de DEFENSA E ILUSTRACIÓN DE LA ASTROLOGÍA
LA ASTROLOGÍA DE LOS SACERDOTES CALDEOS
Otra civilización que nos interesó por su parte tanto como la del Perú, fue la un tiempo floreciente en la región de Asia llamada posteriormente Babilonia o Caldea. Aquellos dos antiguos imperios ofrecen de común que tanto uno como otro, muchos siglos después de la gloriosa época objeto de nuestras investigaciones, cayeron en manos de pueblos muy inferiores en la escala de la civilización, que, no obstante, se asimilaron, en cuanto les cupo, las costumbres, leyes y religión de los vencidos. De la propia suerte que el Perú conquistado por Pizarro era, en casi todos sus aspectos, un pálido reflejo del Perú antiguo, así también la Babilonia de los arqueólogos era, desde muchos puntos de vista, degenerado remedo de un anterior y más poderoso imperio.
Decimos desde muchos puntos de vista, y no todos, porque es posible que en el pináculo de su gloria sobrepujara el segundo al primer imperio en poderío militar, en extensión de territorio y en actividad comercial; pero en cambio, la primera raza aventajó indudablemente a la segunda en sencillez de costumbres, ardorosa devoción a los dogmas de la notable religión que profesaban, y en el verdadero conocimiento de los fenómenos de la naturaleza.
Difícilmente podría hallarse más áspero contraste entre dos países, que el que hubo entre Perú y Babilonia. El primero tenia por capital característica su notable sistema de gobierno, y la religión formaba una parte comparativamente menor de la vida del pueblo, es decir, que las funciones de los sacerdotes como maestros, médicos y agentes del vasto plan de previsión para la vejez, era a sus ojos mucho más importante que el ministerio eventual de predicación y plegaria relacionado con el servicio de los templos. Por el contrario, en Caldea, el sistema de gobierno nada tenia de excepcional, y el principal factor de la vida era la religión, pues no se acometía empresa alguna sin su especial referencia. Asi es que la religión del pueblo predominaba y henchía su vida hasta un punto tal vez igualado tan sólo entre los brahmanes de la India.
Se recordará que el culto religioso de los peruanos era una sencilla aunque en extremo hermosa forma de heliolatría, o mejor dicho, de adoración al Espíritu del Sol. Tenían pocos y claros dogmas, cuya principal característica era el júbilo que en todo reinaba. En Caldea presentaba la fe más severo y místico aspecto, con mayor complejidad de ritual. No sólo adoraban al Sol, sino a las huestes de los cielos, y la religión consistía en un muy bien acabado ordenamiento del culto a los ángeles de las estrellas (1), aparte de un completo y perfecto sistema de astrología para la práctica regulación de la vida cotidiana.
Difiramos, de momento, la descripción de sus magníficos templos y su fastuoso ritual, para considerar primeramente la influencia de esta extraña religión en la vida del pueblo. Para comprender su efecto, hemos de abarcar ante todo su concepto de la astrología, que en conjunto revelaba, a nuestro entender, muchísimo sentido común, y podrían aceptarlo ventajosamente los actuales profesores de esta ciencia.
En el periodo de que tratamos, ni los sacerdotes ni los maestros, ni siquiera el vulgo, creían que los planetas físicos influyeran de por si en los negocios humanos (2). A los sacerdotes se les enseñaba una muy completa teoría matemática, transmitida probablemente, por continuada tradición hereditaria, desde los primeros instructores que tuvieron directos y personales conocimientos de los grandes fenómenos de la naturaleza. No es difícil de abarcar la idea de su plan en conjunto; pero es imposible construir, con sólo nuestras tres dimensiones, una figura matemática que satisfaga en todos sus pormenores los requisitos de su hipótesis, al menos en el estado actual de nuestros conocimientos.
Consideraban el entero sistema solar, en toda su complejidad, como un gran Ser, del que eran parcial expresión cada uno de sus componentes. Los elementos constitutivos de naturaleza física, tales como el sol con su maravillosa corona, y los planetas con sus satélites, sus océanos, sus atmósferas y la variedad de éteres circundantes, eran colectivamente el cuerpo físico del Ser, la manifestación de este Ser en el plano físico. De la propia suerte, los colectivos mundos astrales formaban Su cuerpo astral, y los colectivos mundos mentales su cuerpo mental o vehículo por medio del que se manifestaba en el plano mental.
La idea es muy clara y se corresponde íntimamente con la que se nos ha enseñado respecto del gran Logos de nuestro sistema. Supongamos ahora que en estos “cuerpos” del Logos, en sus diversos niveles, hay ciertas distintas clases o tipos de materia igualmente distribuidas por todo el sistema. Estos tipos de materia no corresponden en modo alguno a nuestras usuales subdivisiones de la materia según sus grados de densidad, como, por ejemplo, los sólidos, líquidos, gases y éteres del mundo físico, sino que, al contrario, constituyen series totalmente distintas de homólogas divisiones, cada una de las cuales contiene materia de todos aquellos diferentes grados, de suerte que si señalamos estos con números, tendremos materia sólida, líquida, gaseosa y etérea del primer tipo, materia sólida, liquida, gaseosa y etérea del segundo tipo y así sucesivamente.
Esto ocurre en todos los niveles, pero en gracia a la claridad, contraeremos de momento nuestra atención a un solo nivel, por ejemplo, al astral, que acaso nos permita comprender más fácilmente la idea. Con frecuencia se ha dicho que el cuerpo astral de un hombre contiene materia de cada uno de los subplanos astrales y que la proporción entre la más densa y la más sutil denota la capacidad de aquel cuerpo para responder a los más groseros o más refinados deseos, lo cual indica, hasta cierto punto, su grado de evolución. Análogamente, en todo cuerpo astral hay materia de cada uno de aquellos tipos o divisiones homólogas, cuya proporción denota el temperamento psíquico del hombre, es decir, si es apacible o excitable, sanguíneo o flemático, paciente o irascible, etc.
Según la teoría caldea, cada uno de estos tipos de materia en el cuerpo astral del LOGOS, y en particular la masa de esencia elemental actuante a través de cada tipo, constituye, en cierto modo, un vehículo separado (casi una separada entidad) con sus peculiares afinidades, capaz de vibrar bajo influencias que, probablemente, no provocarían respuesta en los demás tipos. Difieren estos tipos entre sí, porque su materia componente dimana
de distintos centros del LOGOS y se mantiene en estrecha simpatía con el centro de procedencia, de suerte que la más leve alteración de cualquier clase en las condiciones de este centro, se refleja instantáneamente, de un modo u otro, en toda la materia del respectivo tipo.
Puesto que todo hombre tiene materia de todos estos tipos, es evidente que toda modificación o actuación en cualquiera de estos grandes centros debe afectar, más o menos, a todos los seres del sistema, y el grado en que cada individuo quede afecto dependerá de la proporción que del influído tipo de materia haya en su cuerpo astral. Esto significa que encontramos tantos tipos distintos de hombres como de materia, y a causa de la composición constitutiva de sus cuerpos astrales, son unos hombres más receptibles que otros a determinadas influencias.
Cuando observamos el sistema solar desde un plano suficientemente elevado, advertimos que está constituido por estos grandes centros, rodeados, cada uno de ellos, por una enorme esfera de influencia, que señala los límites en que especialmente actúa la fuerza de él diamante. Cada uno de estos centros tiene una especie de ordenado y peculiar cambio, o movimiento periódico, correspondiente tal vez, aunque en nivel infinitamente superior, a los normales latidos del corazón humano. Pero como estos periódicos cambios son unos mucho más rápidos que otros, resulta una curiosa y complicada serie de efectos, habiéndose observado que el movimiento relativo de los planetas físicos nos da el hilo del ordenamiento de estas grandes esferas en determinado instante. Sostenían los caldeos que al condensarse poco a poco la ardiente nebulosa de que se originó el sistema planetario, quedó determinada la posición de los planetas físicos por la formación de vórtices en ciertos puntos de intersección de estas esferas entre si y con un plano dado.
Difieren ampliamente en calidad las influencias de estas esferas y, aparte de otros medios, se muestra esta diferencia en su acción sobre la esencia elemental del hombre y de cuanto le rodea. Pero no olvidemos que si bien para mayor claridad nos hemos contraído al plano astral, dicha influencia no sólo se ejerce en este plano sino en todos los demás; y en efecto, las influencias pueden y seguramente deben tener otras y más importantes modalidades de acción, hoy por hoy desconocidas, aunque sí sabemos que cada una de las mencionadas esferas produce su peculiar efecto en las múltiples variedades de la esencia elemental.
Así, por ejemplo, una de estas influencias estimula poderosamente la actividad y vitalidad de aquellas clases de esencia elemental peculiares del centro de que proceden, mientras que frenan y regulan las demás. La influencia de otra esfera se muestra poderosa en un muy distinto conjunto de esencias elementales pertenecientes a su centro, sin afectar para nada el conjunto anterior. Se observan toda clase de combinaciones y permutaciones de estas influencias, de modo que la acción de una de ellas está en algunos casos poderosamente intensificada y, en otros, casi neutralizada por otra influencia.
Sin remedio se nos ha de preguntar aquí si los sacerdotes caldeos eran fatalistas (3), es decir, si por haber descubierto y calculado los exactos efectos de estas influencias en los diversos tipos de seres humanos, creían que dichos efectos eran inevitables y que la voluntad humana no podía resistirlos. A esto respondían resueltamente los caldeos, que las influencias no avasallaban en lo mas mínimo la voluntad humana, sino a lo sumo facilitaban o dificultaban la facultad volitiva en determinadas esferas de acción (4). Puesto que los cuerpos astral y mental del hombre están compuestos de la viviente y vivificada materia a que ahora llamamos esencia elemental, toda excitación inacostumbrada de cualquier clase de esta esencia o un repentino acrecentamiento de su actividad, debe afectar indudablemente, en algún modo, ya sus emociones, ya su mente, o una y otra, siendo notorio que estas influencias deben obrar diferentemente en cada hombre, a causa de la variedad de esenciales elementales que constituyen sus cuerpos.
Pero los caldeos afirmaban explícitamente que en ningún caso podía el hombre quedar arrastrado por dichas influencias (astrales) en ninguna modalidad de actuación (5), sin el consentimiento de su voluntad, aunque si podían ayudarle o entorpecerle en cuantos esfuerzos intentara. Enseñaban los sacerdotes caldeos que el hombre verdaderamente fuerte no había de conturbarse por las influencias planetarias que pudiesen acometerle (6); pero que, por lo general, para el común de las gentes no valía la pena de saber en qué momento puede aplicarse más ventajosamente tal o cual fuerza.
Tenían mucho cuidado en exponer que las influencias no son de por si ni mejores ni peores que cualesquiera otras fuerzas de la naturaleza (7), pues bien sabemos que la electricidad y demás primarias fuerzas naturales pueden favorecer o perjudicar según se las emplee, y así como nosotros decimos que ciertos experimentos tienen mayores probabilidades de éxito cuando la atmósfera está muy cargada de electricidad, mientras que otros fracasarían en semejantes condiciones, así también decían los sacerdotes caldeos que todo esfuerzo para utilizar las fuerzas de nuestra naturaleza mental o emocional alcanzará más o menos fácilmente su objeto, según las influencias predominantes al realizarlo.
Por lo tanto, dejaron siempre establecido que el hombre de recia voluntad o el estudiante de verdadero ocultismo podían prescindir de estos factores cual de cantidad despreciable; pero que como la mayoría de la raza humana se presta aún a ser abandonado juguete de las fuerzas del deseo y no tiene desarrollada todavía la voluntad propiamente digna de este nombre, resulta que su debilidad permite asumir a estas influencias una importancia, que de por si carecen.
Al actuar una influencia cualquiera, no puede jamás determinar que un suceso ocurra necesariamente, sino tan sólo que dicho suceso tenga mayores probabilidades de realización (8). Por ejemplo, la llamada hoy en astrología influencia marciana, orienta pasionalmente ciertas vibraciones de la esencia astral, y así puede vaticinársele con seguridad a un hombre de temperamento apasionado y sensual, que cuando predomine aquella influencia, cometerá algún acto pasional o sensual, no ciertamente porque se vea forzado a cometerlo, sino sólo porque ha sobrevenido una condición en que le es dificilísimo mantenerse en equilibrio, pues la acción influyente no solo obra en la esencia elemental del propio hombre, dilatando su actividad, sino que también aviva para reaccionar sobre él la materia análoga del medio circundante. Solían poner por ejemplo, que cierta variedad de influencias determina eventualmente un estado de cosas que intensifica en considerable grado toda suerte de excitación nerviosa, de lo que deriva al exterior un general sentimiento de irritabilidad. En semejantes circunstancias, se suscitan las disputas más fácilmente que de ordinario, aun con los más fútiles pretextos, y el gran número de gentes que siempre están a punto de perder el temple, se descomponen a la menor provocación.
Decían, asimismo, que algunas veces las mencionadas influencias, al actuar sobre el latente descontento de la envidia ignorante, determinan una erupción del frenesí popular, del que pueden seguir tremendos desastres. Evidentemente que esta advertencia, dada hace miles de años, no es menos necesaria en nuestra época, porque precisamente de este modo se soliviantaron los ánimos de los parisienses, cuando en 1870 recorrían las calles gritando: ¡a Berlín!, ¡a Berlín!; y así también se han levantado más de una vez los furiosos aullidos de ¡dîn!, ¡dîn!, en que tan fácilmente prorrumpe el insensato fanatismo de una inculta muchedumbre de musulmanes. La astrología de los sacerdotes caldeos tuvo por principal objeto el cálculo de la posición y actuación de estas esferas de influencia, de modo que más bien trataron de establecer reglas de vida que vaticinar el porvenir (9). Por lo menos,sus predicciones se referían a la inclinación de los individuos y no a determinados acontecimientos, que es, precisamente, el carácter de la moderna astrología.
Sin embargo, no cabe duda de que los caldeos estaban en lo cierto al afirmar el poder de la voluntad humana para modificar el destino kármico del individuo. El karma puede colocar a un hombre en determinado ambiente, o bajo ciertas influencias; pero no puede impelerle a cometer un crimen, aunque en las circunstancias en que se vea necesite muchísima resolución, por su parte, para no perpetrarlo. Así nos parece que, tanto entonces como ahora, LA ASTROLOGÍA NO VA MÁS ALLÁ DE PREVENIR AL HOMBRE DE LAS CIRCUNSTANCIAS EN QUE HABRA DE ENCONTRARSE EN TAL O CUAL ÉPOCA; PERO EL DEFINIDO VATICINIO DE SU CONDUCTA EN DICHAS CIRCUNSTANCIAS, SÓLO PUEDE BASARSE TEÓRICAMENTE EN PROBABILIDADES (mayúsculas nuestras), aún cuando sepamos que estas probabilidades están muy cercanas a la certidumbre en el caso de los abúlicos vulgares.
Los cálculos de los antiguos sacerdotes les capacitaban para publicar anualmente una especie de almanaque oficial, que regulaba con mucha amplitud la vida social. Señalaban los sacerdotes las épocas más propicias al buen éxito de las labores del campo y el momento mejor adecuado a la procreación de animales y plantas. Eran, a la par, médicos y maestros del pueblo, y sabían perfectamente bajo qué influencias administrar con mayor eficacia las medicinas.
Dividían los sacerdotes al pueblo en varias clases, asignando a cada una de ellas lo que ahora llamaríamos el planeta influyente, y el calendario contenía multitud de advertencias dirigidas a Las diferentes clases, como por ejemplo:
“En el séptimo día, los adoradores de Marte han de prevenirse especialmente contra la irascibilidad inmotivada.”
“Del duodécimo al decimoquinto día, hay inusitado riesgo de caer en temeridad en cuestiones afectivas, especialmente para los adoradores de Venus"
No cabe duda de que estas advertencias eran muy provechosas para la masa popular, por muy extraño que hoy nos parezca un tan acabado sistema de prevenir contingencias de menor cuantía.
De esta peculiar división del pueblo en clases, correspondientes a los planetas que indicaban el centro de influencia a que estaba sujeta cada una de ellas, resultó una muy curiosa ordenación del servicio público de los templos, al par que de las devociones privadas de los fieles. Todos empleaban igualmente en la oración ciertas horas del día, reguladas por el movimiento aparente del sol. A la del alba, al mediodía y al ocaso cantaban los sacerdotes en los templos una especie de motetes o versículos, con asistencia de los fieles más piadosos, que tomaban este acto por normal obligación, y quienes no podían asistir cómodamente, recitaban a las mismas horas piadosas frases de alabanza y súplica.
Pero del todo independiente de estas costumbres, comunes al pueblo en masa, cada individuo rezaba oraciones especiales a la divinidad de su particular devoción, en horas que variaban de conformidad con el movimiento de su respectivo planeta. El instante en que éste pasaba por el meridiano, se consideraba, según parece, como el más favorable, y en segundo lugar, a pocos minutos después del orto o antes del ocaso. Sin embargo, se le podía invocar a toda hora mientras estaba sobre el horizonte y, aun después de ocultado el planeta, no se substraía enteramente su peculiar divinidad a la impetración de los devotos, aunque en tal caso se la invocaba tan sólo en extraordinarias contingencias, con ceremonias del todo distintas.
Los calendarios especiales que los sacerdotes componían para los devotos de cada divinidad planetaria, contenían todos los pormenores relativos a las horas de oración, con los versículos apropiados al rezo. Cada planeta tenia dedicado periódicamente una especie de libro de horas, del que cuidaban de procurarse un ejemplar los adscritos al respectivo planeta. Estos calendarios eran a veces mucho más que meros recordatorios de las horas de oración, pues se componían en determinadas condiciones planetarias (bajo la influencia de su peculiar divinidad) y se les atribuían varias propiedades talismánicas, de modo que el devoto de un planeta llevaba siempre encima el último calendario publicado.
De todo esto se infiere que los hombres religiosos de la antigua Caldea no tenían horas cotidianamente fijas de adoración o plegaria, como hoy sucede, sino que variaban las horas del día empleadas en la meditación y prácticas piadosas, que correspondían unas veces por la mañana, otras al mediodía, algunas por la tarde y, aun en ocasiones, a media noche. Pero fuese la hora que fuese, y aunque resultara intempestiva respecto del trabajo, recreo o descanso, no faltaba la oración, pues se tenía por grave quebranto del deber no aprovecharla. En lo que alcanzan nuestras investigaciones, parece que los caldeos no pensaban que el Espíritu del planeta (8) pudiese resentirse ni que fuese capaz de encolerizarse por que algún devoto omitiera la oración a su debida hora. Al contrario, creían que en aquel momento la divinidad derramaba su bendición, y hubiera sido locura o ingratitud desperdiciar la oportunidad tan amorosamente deparada.
Además de estas devociones particulares de las gentes, se celebraban magnificas y fastuosas Ceremonias públicas. Cada planeta tenía dedicadas al menos dos fiestas solemnes y más de dos el sol y la luna. Cada Espíritu planetario tenia su respectivo templo en todas las poblaciones del país, y de ordinario se contentaban los devotos con visitar frecuentemente el más cercano; pero, en las fiestas solemnes, se congregaba enorme gentío en una vasta llanura de las inmediaciones de la capital, donde había un grupo de magníficos templos, sin par en todo el país.
Eran estos templos merecedores de atención como hermosos ejemplares de un prehistórico estilo arquitectónico; pero su mayor interés consistía en estar dispuestos con el evidente intento de reproducir la ordenación del sistema solar, con tal acierto comprendido, que demostraba, sin duda alguna, el profundo conocimiento de sus autores sobre la materia. El mayor y más espléndido era el grandioso templo del Sol, que luego será necesario describir algo al pormenor. Los demás templos, levantados a distancias sucesivamente mayores de aquél, parecían, a primera vista, haber sido construidos según dictaba la conveniencia, sin sujeción a un plan ordenado; pero, vistos más de cerca, denotaban un plan constructivo muy notable, pues no sólo las progresivas distancias que los separaban del principal tenían su definida razón y significado, sino que las respectivas dimensiones de algunas partes importantes no eran arbitrarias, porque representaban relativamente las magnitudes de los planetas y sus distancias del globo solar.
Ahora bien: quien sepa algo de astronomía, advertirá que estaba de antemano condenado a fracaso todo intento de coordinar un modelo reducido del sistema solar, con templos destinados al ordinario culto religioso, pues la diferencia de magnitud, así como las distancias entre el Sol y los planetas son tan enormes que, a menos de construir los templos como casas de muñecas, no habría país lo suficientemente vasto para contener la representación total del sistema planetario. ¿Cómo vencieron tan grave dificultad los sabios caldeos que proyectaron aquel maravilloso grupo de templos?. Precisamente como se procede hoy al ilustrar las obras de
astronomía, esto es, empleando dos distintas escalas, a cuyas relativas proporciones se sujeta el trazado. En aquel admirable monumento de la habilidad de los antiguos, no hay prueba alguna de que sus autores conociesen las magnitudes y distancias absolutas de los planetas, aunque bien pudieron conocerlas; pero sí es cierto que conocían perfectamente sus magnitudes y distancias relativas. Habían aprendido, o tal vez descubierto por si mismos, la ley de los augurios, y los templos en cuestión nos permiten conjeturar cuán adelantados estaban en sus conocimientos, por más que no anduviesen muy seguros en lo tocante a las magnitudes planetarias, pues sus cálculos difieren en varios puntos de los aceptados por la astronomía moderna.
Los templos dedicados a los planetas del grupo menor o interno constituían una especie de claustro irregular, casi contiguo a los muros del grandioso templo del Sol, mientras que los dedicados a los gigantescos astros del grupo externo de la familia solar se alzaban a cada vez mayor distancia de la llanura, hasta el lejanísimo Neptuno que parecía perderse en el horizonte. El trazado de los templos no era el mismo en todos y seguramente que cada variación tenía su especial significado, aunque en muchos casos no acertamos a comprenderlo. Sin embargo, todos ofrecían el mismo carácter y cada uno de ellos tenia una cúpula central hemisférica, que parecía relacionarse, de propósito, con el globo simbolizado en ella.
Todos estos hemisferios estaban brillantemente coloreados y sus matices se acomodaban a la tradición caldea referente a su particular planeta. El principio según el cual se elegían estos matices, dista mucho de ser claro; pero habremos de tratar nuevamente de ellos cuando examinemos las ceremonias de las grandes festividades. Estas cúpulas no siempre guardaban la debida proporción con las dimensiones de sus respectivos templos, aunque comparadas unas con otras, vemos que correspondían íntimamente a la magnitud de los planetas que simbolizaban.
Respecto a Mercurio, Venus, la Luna y Marte, las mediciones caldeas del respectivo tamaño corresponden precisamente a las nuestras; pero las de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, aunque muchísimo mayores que el grupo interno, eran más pequeñas que si hubieran sido construidas a la misma escala de nuestros actuales cálculos.
Esto pudo provenir del empleo de otro módulo para aquellos enormes globos; pero nos parece mucho más probable que las mediciones caldeas fuesen exactas v que en la astronomía moderna hubiésemos computado exageradamente la magnitud de los planetas externos. Hasta ahora no se ha observado que la superficie visible en Júpiter y Saturno es una densa y profunda atmósfera y en modo alguno el núcleo del planeta; y si esto es así, la representación caldea de estos globos es tan exacta como lo restante de su plan.
Otro punto favorable a nuestras conjeturas es que, de admitirlas, resultaría más adecuada a la de los otros mundos, dentro de nuestro alcance visual, tan extraordinariamente baja densidad asignada, por los modernos astrónomos a los planetas externos. Buen número de curiosos pormenores concurren a demostrarnos que el autor de estos hermosos templos comprendía acabadamente el mecanismo del sistema solar, pues Vulcano, el planeta todavía más cercano al Sol que Mercurio, estaba debidamente representado, y en el lugar correspondiente a nuestra Tierra se levantaba el templo de la Luna, de grandes proporciones, aunque el hemisferio que lo coronaba parecía relativamente pequeño, no obstante estar construido a la misma escala que el resto de la fábrica. Contiguo a este templo de la Luna se veía sostenida por columnas una aislada cúpula, cuyo tamaño denotaba bien a las claras el intento de representar la Tierra, aunque carecía de santuario.
En el espacio, exactamente calculado, que media entre Marte y Júpiter, no había templo alguno, sino cierto número de columnas rematadas por una delgada cúpula de la usual configuración hemisférica que, según colegimos, representaban los asteroides. Los satélites estaban cuidadosamente indicados por cercanas y proporcionadas cúpulas subalternas, dispuestas alrededor de la planetaria, y los anillos de Saturno aparecían muy distintamente.
En la fiesta titular de cada planeta, los devotos de la correspondiente divinidad llevaban encima, o en lugar del traje ordinario, un manto o capa pluvial del color consagrado al planeta. Estos colores eran de brillantísimo tono y la tela de la prenda, lustrosa como el raso, de modo que producía sorprendente efecto, sobre todo por la variedad de matices, como sucede en la que hoy llamamos seda tornasolada.
No estará de más enumerar estos colores, aunque, según hemos dicho, no aparezca siempre claro el motivo de su elección. Los devotos del Sol llevaban un hermoso manto de fina seda entretejida de hilos de oro, de modo que parecía toda ella de este metal, pero flexible y plegable como la muselina, en vez de la rigidez y espesor de nuestros actuales tejidos de oro.
El color de Vulcano era rojo de fuego, muy intenso y brillante, acaso como símbolo de la extrema proximidad de Vulcano al Sol y de las ígneas condiciones en que debe de estar.
Mercurio tenía, por distintivo un brillante color anaranjado con tornasoles de limón, cuyos matices solían verse en las auras de sus devotos, tan distintamente como en su traje; pero aunque en algunos casos el color predominante en el aura pareciese determinar su aplicación al vestido, en otros casos es difícil explicar de este modo la elección de color. Los devotos de Venus vestían de hermoso azul celeste, ligeramente tornasolado de verde, que, al menor movimiento del ropaje, producía centelleante e irisado efecto.
La indumentaria de los de la Luna era, por supuesto, blanca; pero tan entretejida de hilos de plata, que de este metal parecía toda ella, como de oro la del Sol. Sin embargo, según la luz que la hería, mostraba aquella tela hermosos cambiantes de violeta pálido que avaloraban su efecto.
Los fieles de Marte vestían adecuadamente de espléndido y brillante escarlata, tornasolado de carmín, que, desde ciertos puntos de vista, daba el tono a la tela. Era este color enteramente inconfundible y del todo distinto de los de Vulcano y Mercurio, pudiendo haber determinado su adopción, ya por predominar en el aura, ya por la roja luz del planeta físico.
Júpiter vestía a sus fieles de fulgurante color azul turquí, con salpicaduras de plata. No es fácil explicar la elección de este color, a no ser que se atribuya a combinaciones áureas.
Los devotos de Saturno iban vestidos de verde claro, con reflejos gris perla, mientras que los nacidos bajo la influencia de Urano llevaban un magnifico y rico azul intenso, el inimaginable color del Atlántico meridional que sólo conocen quienes lo han visto. El vestido adecuado a Neptuno, el menos llamativo de todos, era de color índigo oscuro y liso, aunque a la mucha luz desplegaba inesperada riqueza.
En las fiestas solemnes de cualquiera de estos planetas, se presentaban sus fieles con el traje completo para dirigirse procesionalmente al templo, engalanados con guirnaldas de flores, enarbolando banderas y pértigas doradas y entonando armoniosos himnos, cuyo son llenaba los aires. Pero la ostentación culminaba en una de las dos fiestas solemnes del dios Sol, cuando se congregaba todo el pueblo, cada cual vestido con el magnifico ropaje de su respectiva divinidad, y toda aquella muchedumbre circunvalaba procesionalmente el templo del Sol. En esta, los devotos del Sol llenaban de bote en bote el grandioso edificio, mientras que los fieles de Vulcano marchaban arrimados a los muros, los de Mercurio algo más apartados, más todavía los de Venus, y así sucesivamente los de los demás planetas, según su situación respecto del Sol. Dispuesta de este modo en anillos concéntricos, la masa popular, vestida de brillantes colores, volteaba poco a poco, pero con paso firme, corno enorme rueda viviente iluminada por los torrentes de luz que fluían del Sol tropical, en espectáculo de tan admirable brillantez, como jamás haya presencia de el mundo.
Conviene ahora describir en lo posible la traza y aspecto del grandioso templo del Sol, a fin de relatar las todavía más interesantes ceremonias que en él se celebraban. Era su planta cruciforme, con un vasto espacio circular (cubierto por la cúpula hemisférica), donde se intersectaban los brazos de la cruz. Nos lo imaginaremos más acertadamente, si en vez de compararla planta a la de nuestras ordinarias iglesias cruciformes, con nave, presbiterio y crucero, nos representamos una gran rotonda cupulada, como el salón de lectura del Museo Británico, de la que arrancan cuatro enormes naves en los respectivos puntos cardinales, pues los brazos de la cruz eran de igual longitud. Entre estos brazos había otras grandes aberturas que conducían a espaciosos patios, de muros circunvalantes unidos en el extremo, de modo que daban al pavimento la configuración de un enorme pétalo. En consecuencia, podemos considerar la planta del templo como una cruz de brazos iguales, tendida sobre una flor crucífera, o de cuatro pétalos, de modo que cada brazo estaba colocado entre los pétalos.
Así es que un hombre situado en el centro, debajo de la cúpula, podía dilatar la vista en todas direcciones. Estaba el edificio cuidadosamente orientado, de suerte que cada brazo señalaba un punto cardinal. El extremo sur quedaba abierto y era la entrada principal, frente al altar mayor, sito en el extremo del brazo norte. Los brazos oriental y occidental tenían también altares muy grandes en comparación de los actuales, pero mucho menores del erigido en el brazo septentrional. Los altares de oriente y occidente cumplían, al parecer, el mismo objeto que los ahora dedicados a la Virgen María y al patriarca San José en los templos católicos, pues uno de ellos estaba consagrado al Sol y el otro a la Luna, y en ellos se celebraban algunos de los diarios servicios religiosos relaconados con aquellos dos laminares. Sin embargo, la multitud se congregaba en rededor del altar mayor del brazo septentrional, donde se efectuaban las principales ceremonias, y cuya disposición y ornamentos eran muy curiosos e interesantes.
Del muro trasero y en el lugar correspondiente a la vidriera oriental de una iglesia ordinaria (aunque en nuestro caso era el lado norte) pendía un enorme espejo cóncavo, mucho mayor de cuantos puedan hoy verse.
Era de metal, probablemente todo él de plata, y estaba pulimentado en grado máximo. Observamos que el cuidado de este espejo, para mantenerlo siempre reluciente y sin empañar, se consideraba como uno de los más obligados deberes religiosos. La perfecta talla de este espejo y su invariable configuración, no obstante el enorme peso, son problemas que pondrían en aprieto a nuestros moderno artífices y resolvieron satisfactoriamente aquellos hombres de la remota antigüedad.
A lo largo del centro de la techumbre de este enorme brazo septentrional, corría a cielo abierto una estrecha hendidura, dispuesta calculadamente para que por ella entrara la luz de cualquier estrella, y se reflejase en el espejo al pasar por el meridiano. Sabido es que los espejos cóncavos tienen la propiedad de formar fronteramente en el aire, a manera de foco, la imagen reflejada en su superficie; y de este principio se aprovecharon ingeniosamente los sacerdotes para el propuesto fin de recoger y aplicar la, influencia de cada planeta en el momento de su máxima intensidad.
En el punto del suelo situado bajo el foco del espejo, había un pedestal con un brasero encima; y al pasar el planeta por el meridiano y penetrar su luz por la hendidura del techo, se quemaba un puñado de fragante incienso entre las ardientes ascuas de carbón. Inmediatamente ascendía una columna de luminoso humo gris, en cuyo seno aparecía la vivida imagen del astro. Entonces humillaban los fieles la frente y resonaba el alegre cántico de los sacerdotes. Esta ceremonia tenia cierta semejanza cola la elevación de la ostia en una iglesia católica.
En caso necesario, se ponía en acción otro mecanismo, consistente en un espejo plano de forma circular, que desde el techo podía bajarse por medio de bramantes hasta ocupar exactamente el foco del gran espejo cóncavo, cuya reflejada imagen del planeta recogía, y por la difusión de la concentrada luz, recibida del espejo cóncavo, podía arrojar la imagen sobre ciertos puntos del pavimento, en los que yacían de antemano los enfermos para cuya curación se consideraba necesaria la particular influencia del planeta, mientras que los sacerdotes impetraban del Espíritu planetario que derramase salud y vigor sobre los enfermos No cabe duda de que la curación fue recompensa frecuente de sus esfuerzos, aunque bien pudo ser que la fe tuviera parte importantísima en el resultado. Cuando el Sol pasaba por el meridiano, se encendían los fuegos sagrados merced al mismo mecanismo, por más que una de las más interesantes ceremonias de esta índole se efectuaba siempre en el altar del brazo occidental, sobre el que ardía perpetuamente el “fuego sagrado de la Luna”, que tan sólo se dejaba extinguir una vez al año, la noche anterior al equinoccio de primavera; y a la mañana siguiente, al penetrar los rayos solares por un orificio abierto encima del altar oriental, caían directamente sobre el extremo occidental y por medio de un globo de vidrio lleno de agua, que suspendido en el trayecto actuaba de lente, encendía el Sol el sagrado fuego de la Luna, que se mantenía cuidadosamente por todo otro ario.
La superficie interna de la gran cúpula representaba en su pintura la noche estrellada, y merced a un complicado mecanismo, se movían ¡las principales constelaciones exactamente como las celestes, de suerte que a cualquier hora del día, o en noches nubladas, podían saber los fieles la precisa situación de cualquier signo zodiacal y de los planetas relacionados con él. Los planetas se representaban por medio de cuerpos luminosos; y en los albores de esta religión, así como en los primitivos días de los misterios, dichos cuerpos fueron verdaderas materializaciones que, actualizadas por los instructores adeptos, se movían libremente en el aire; pero posteriormente, en los últimos tiempos de la religión y los misterios, cuando hombres menos evolucionados ocuparon el lugar de aquellos excelsos Seres, fue muy difícil o imposible conseguir que actuaran debidamente las materializaciones y, en consecuencia, quedaron substituidas por ingeniosos artificios mecánicos, entre ellos una especie de planetario gigantesco. La superficie externa de la cúpula estaba revestida de una sutil plancha de oro, siendo de notar los cambiantes efectos en ella producidos, con el evidente intento de representar lo que se llaman “hojas de sauce” y “granos de arroz” del Sol.
Tomado de EL HOMBRE, DE DÓNDE Y CÓMO VINO
¿ADÓNDE VA?
CHARLES LEADBEATER
Tomado de EL HOMBRE, DE DÓNDE Y CÓMO VINO
¿ADÓNDE VA?
CHARLES LEADBEATER
(1) negrillas mías. ¿creen en los Ángeles de las estrellas los astrólogos modernos que encomian la astrología caldea?
(2) Negrillas mías
(3)Negrillas mías
(4)Negrillas mías
(5) Negrillas mías
(6) Negrillas mías
(7) Negrillas mías
(8) me imagino el guiño de ojos y la expresión risueña de nuestros modernos astrólogos con el concepto...
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