EL VEHÍCULO DEL ALMA
Ioan P. Couliano
Presentamos una
excelente disertación de Ioan P. Culianu sobre el origen de la doctrina
del ochema (“vehículo del alma”), la cual nos ofrece un ramillete de ideas y
conceptos astrológico-herméticos y gnósticos
muy interesantes e importantes,
que descubren una dimensión trascendente de la ciencia de los astros poco estudiada y
tenida en cuenta por la astrología “oficial” contemporánea.
“«La
palabra teoria›› que, en general, relacionamos con una doctrina abstracta,
procede del griego theoria [contemplación de los dioses], que, en el
vocabulario de los estoicos, designaba la mirada llena de piedad y reverencia
que la filosofia dirigía a los astros, a los dioses siderales.”
Los
neoplotinianos que utilizaron la doctrina del vehículo del alma afirmaban que
ésta existia ya en los escritos de Platón; pero los pasajes del maestro en los
que se apoyaban (Fedón, 113b; Pedro, 247b; Timeo, 41e, 4-le, 69c) no guardaban
relación alguna con el cuerpo sutil que reviste el alma.
Con todo, es
cierto que, en sus Leyes (898e y ss.), donde se discute la manera en que el
alma gobierna el cuerpo, Platón admitía, como simple hipótesis lógica, la
existencia de una envoltura ígnea o aérea del alma, intermediaria entre ésta y
el cuerpo físico.
Aristóteles
adoptaba esta concepción haciendo del pneuma el espíritu de fuego sideral, la
morada del alma irracional (De gen.
animal., 736b, 27). Esta parte del agregado humano es innata (symphyton), en el sentido de que se
transmite en el acto de la procreación (De
gen. animal., 659b, 16).
La expresión symphyton pneuma es atribuida por
Galeno (Stoic. veterum, Fragm. II, pág. 715 Von Arnim) a todos los estoicos e
igualmente a Estratón de Lámpsaco, el segundo director del Liceo después de
Aristóteles.
La expresión symphyes hemin pneuma aparece en el
doxógrafo Diógenes Laercio (VII, 156), y su traducción latina (consitum
spiritum) en el apologeta cristiano Tertuliano (cf. Verbeke, pág. 24).
El mismo Diógenes
Laercio atribuye a Epicuro la concepción del alma como «un cuerpo muy sutil»
(leptomeres; X, 63) y el adjetivo «sutil›› (leptotaton) es igualmente empleado
por los estoicos (cf. Verbeke, págs. 30-31).
Con todo, las
antiguas ideas acerca del pneuma sólo constituyen uno de los componentes
esenciales de lo que será la doctrina neoplotiniana del vehiculo del alma. El
otro componente debe buscarse, por un lado, en la astrología popular hermética,
que se desarrolla a partir del siglo Ill a. C. y, por otro, en la doctrina del
descenso (katodos) y de la ascensión (anodos) del alma, que se forma en
estrecha relación con los medios astrológicos y cristaliza hacia mediados del
siglo ll d. C. Durante esta época es cuando las preocupaciones ontológicas del
doctor gnóstico Basílides encuentran las del erudito ecléctico Numenio de Apamea
y las del autor de los Oráculos Caldeos, ]ulián llamado el Teúrgo, hijo de
Julián el Caldeo. También hacia esta época es cuando hay que situar la
composición de una parte del Corpus Hermeticum,
que no se debe confundir con la vulgata astrológica hermética precristiana. En
el Corpus Hermeticum, la doctrina
del descenso (Katodos) y de la ascensión (anodos) del hombre primordial, así
como del alma individual, desempeña un papel esencial.
La astrología
hermética popular constaba de varios libros, en su mayor parte perdidos o
conservados únicamente en las traducciones latinas del Renacimiento, que
trataban sobre astrología universal, los ciclos cósmicos, la adivinación por el
rayo, predicciones para el Año Nuevo, astrología individual y iatrológica,
«clerologia›› o tirada de las suertes planetarias (kléroi), melotesia o
simpatía entre planetas y la información contenida en el niicrocosmos -base
teórica de la iatromatemática o medicina astrológica- y, finalmente, de
farmacopea y farmacología astrológicas (cf. W Gundel y H. G. Gundel, /Astrologumena,
págs. 15-19). Esta vulgata astronómica proponía un método de adivinación basado
en cálculos matemáticos. Como tal, reinterpretaba en clave astronómica técnicas
adivinatorias muy antiguas. Los planetas, las casas y los decanatos del
zodiaco, los días de la semana
planetaria, y también otras ficciones espacio-temporales que formaban parte de
la instrumentación conceptual de la astrología, estaban representados como
entidades personales, demonios. Además, tanto para los astrólogos como para los
platónicos y los estoicos, la contemplación del cielo no era una simple
cuestión de búsqueda abstracta preocupada en establecer relaciones entre las
respectivas posiciones de los astros errantes, sino que consistía en un acto
que implicaba profundamente el propio ser del sujeto. Escrutar el cielo
significaba en cierto modo remontarse a su propio origen, admirar la armonía de
las revoluciones siderales (Timeo, 34d y
ss.), armonía que también ha sido encerrada en el alma humana. «A mi juicio,
para nosotros la vista es la mayor causa de bien, en el sentido de que ninguna
palabra de las explicaciones propuestas hoy en día acerca del universo jamás
hubiera podido ser pronunciada si no hubiéramos visto los astros, ni el sol, ni
el cielo [...]. Gracias a la vista nosotros disponemos de la filosofia, el bien
más precioso que el género humano haya recibido y pueda recibir jamás de la
munificiencia de los dioses [...].Dios
inventó y nos concedió la vista para que, contemplando las revoluciones de la
inteligencia en el cielo, las aplicáranios a las revoluciones de nuestro
pensamiento que, aunque desordenadas, mantienen una relación con las
revoluciones imperturbables del cielo [...]» (Timeo, 47b, trad. de la trad. de
E. Chambry). Ésta es la razón por la que la astrología no era una invención humana,
sino una revelación uraniana.
Asi es como
Nechepso, personaje del primer escrito astrológico popular (siglo Il a. C.) que
ha llegado fragmentariamente hasta nosotros (cf. W. Gundel y H. G. Gundel,
págs. 27-32), tras una noche entera pasada en la contemplación del cielo, fue
interpelado por una voz de arriba y recibió la revelación por medio de una vestidura
que descendió y envolvió su cuerpo (ibid., pág. 30). Perspicimus coelum, dirá
Manilius, cur non et munera coeli? La palabra «teoria›› que, en general,
relacionamos con una doctrina abstracta, procede del griego Theoria
[contemplación de los dioses], que, en el
vocabulario de los estoicos, designaba la mirada llena de piedad y reverencia
que la filosofia dirigía a los astros, a los dioses siderales.
El famoso
astrónomo Claudio Ptolomeo (ca. 100-178 d. C.) tiene la sensación de
abandonar la tierra y presenciar el festín de los dioses «cuando [su] espíritu
sigue el corazón de los astros» (cf. Cumont, Lux perpetua, pág. 305). Vettius
Valens, astrólogo de Antioquia del siglo II d. C., promete, al lector piadoso
que lea su antología, la relación directa con los dioses siderales y la
inmortalidad (VV. Gundel y H. G. Gundel, pág. 218). Exactamente como Vettius,
el autor pagano Firmico Materno, que acabará por convertirse en apologeta
cristiano (siglo IV), considera que la condición indispensable para descifrar
los misterios del cielo es el «corazón puro» (ibid., pág. 229). Este misticismo
astral que acompaña a la astrología, ya sea popular o culta, procede de
creencias muy antiguas relativas a la apoteosis de los dioses y de héroes y a
los catasterismos (transformaciones en astros o constelaciones) de diversos
personajes mitológicos o políticos.
Ciertas técnicas
adivinatorias que la astrologia utiliza en su provecho no son menos antiguas.
Una de éstas consistía en echar las suertes. Según la mitologia grecorromana,
los dioses olímpicos se consideran, en general, como responsables de una cierta
esfera de la actividad humana: Marte preside la guerra, Venus el amor, Mercurio
el comercio y el arte oratorio, etc. Según W. Gundel (Sternglaube, Sternreligion
und Sternorakel, pág. 132), los nombres de estas divinidades estaban inscritos
en suertes que se tiraban sobre una
superficie dividida en «campos» o porciones a los que se atribuían significados
especiales. La disposición de las suertes en los campos -que
correspondían a las «casas›› y a los «signos›› zodiacales- se encontraban en un
repertorio de todas las configuraciones posibles y, a cada una de las
configuraciones del sistema, correspondía un texto que pronunciaba la sentencia
oracular.
Este método fue traspuesto en la astrología
adivinatoria popular atribuída a Hermes Trimegisto, de donde fue retomada por
la astrología culta. Lejos de constituir una técnica auxiliar, la determinación
del locus fortunae tenía una importancia
de primer orden, como prueba la historia de un astrólogo egipcio que había
predicho que la tyché y el daïmon de César serian más fuertes que
los de Antonio (ibid., pág. 134). Una variante de este método de las suertes
astrales aparecía ya en Nechepso y Petosiris, mientras que Serapion, Vettius
Valens y Firmico Materno discuten acerca de otros. Pero los que explican
detalladamente la obtención de los diversos «lugares» sobre el horóscopo son Pablo
de Alejandría, en sus Eisagogiká, escritos después del 378 d. C., y su
comentador Heliodoro, alumno de Proclo en Atenas, activo entre los años 475 y
509. Pablo de Alejandría toma la doctrina y el método de las suertes (sortes,
en griego kléroi) del tratado hermético Panaretos,
perteneciente a la astrología popular helenístico-egipcia precristiana (VV.
Gundel y H. G. Gundel, págs. 236-239).
Ya hemos
mencionado, de paso, la existencia de muchos procedimientos para determinar los locus
fortunae y los lugares de las
«suertes›› de cada planeta. W. Gundel, en su excelente libro Sternglaube, Sternreligion und Sternorakel, expone dos de ellos con
todo detalle. Serán necesarias algunas nociones preliminares de astrología para
permitir al lector seguir nuestra exposición. Los 360 grados del circulo que representa
el cielo están divididos en doce signos y cada uno de éstos en tres
«decanatos›› (10 grados del círculo). Además, la astrología adivinatoria divide
el circulo en ocho «campos››, estableciendo ocho puntos sobre la circunferencia
(octatopos): el ascendente (horoscopos, ascendens) y su opuesto, el
descendiente (dysis, descendens), el cenit o apogeo del sol (mesuranema, medium
coelum) y el nadir o hipogeo` del sol (antimesuranema, immum coelum); los otros
cuatro puntos están situados a 45 grados con respecto a los cuatro primeros, de
tal manera que el circulo queda dividido en ocho sectores de 45 grados cada uno. Los
ocho puntos forman dos cuadrados, uno inscrito en el circulo y el otro
que lo inscribe. Trazando el contorno de un nuevo cuadrado a partir de los
puntos o las diagonales del gran cuadrado que tocan los lados del pequeño, se
obtiene el cuadro de las doce casas celestes. El significado fijo de las doce
casas queda resumido en estos dos versoslatinos de la Edad Media:
Vita lucrum
fratres genitor nati valetudo
Uxor mors pietas
regmnn bençfactaque carter.
Boll-Bezold-Gundel,
Storia dell'astrol., págs. 88-89
Éste es el método
de las «casas fijas», en las que se sitúan los signos del zodiaco según el
horóscopo del momento. El otro método consiste en situar los doce signos zodiacales
en los doce campos (“signos fijos”), lo cual da una disposición similar a la de
las casas.
Probablemente el
método elemental para tirar las suertes se practicaba sobre una mesa cuadrada
con los signos fijos, o bien sobre una mesa circular que por encima contenía
los treinta y seis decanatos. Las suertes no eran más que ocho figuras que
representaban las “suertes” de los siete planetas de la Antigüedad, a los que
se añadía el ascendente (horoscopos). El lugar de la suerte del sol establece
el agathos daimon, el buen carácter del sujeto; el de la luna el agathé tyché,
la buena suerte; el de júpiter la posición social; el de Mercurio las
disposiciones naturales; el de Venus el amor; el de Marte el coraje y los
riesgos y el de Saturno la fatalidad (nemesis) (W.'Gundel, Sterngalube, págs.
132-133).
El método
expuesto por Pablo de Alejandría y Heliodoro sustituye el de tirar las
suertes por un cálculo astronómico bastante simple. El locus fortunae viene determinado por las posiciones del sol, la
luna y el ascendente en el horóscopo natal («carta de la genitura››). En caso
de un nacimiento diurno, se procede a una deducción del número de signos y de grados
de la luna del mismo número relativo al sol. La operación es inversa en el caso
de un nacimiento nocturno. El número de signos y de grados obtenidos de este
modo es deducido del ascendente, que da el klerós o locus fortunae. Las suertes
de otros planetas se obtienen por una simple deducción del número que expresa
en grados la posición del astro respectivo del ascendente (ilbid., pág. 134).
Heliodoro precisa, en el orden siguiente, cuál será la esfera de actividad
sobre la que cada suerte ejercerá su influencia:
-La luna
determina todo lo que concierne al cuerpo humano; el sol determina el «carácter
personal» de cada uno, tanto la «imagen›› del destino humano, como también la
posibilidad de ejercer el libre albedrío; de júpiter dependen el rango y la
gloria del sujeto; Mercurio determina las cualidades de la inteligencia y las
capacidades expresivas del sujeto; Venus reina sobre la esfera del amor; Marte
sobre la de la agresividad; Saturno reina sobre la fatalidad (ibid., págs.
132-133). El orden de las suertes planetarias que nos ofrecen Pablo de
Alejandria y su comentador resultará de particular importancia (Júpiter,
Mercurio, Venus, Marte y Saturno). Con una simple inversión de lugar entre
Mercurio y Venus, volvemos a encontrar el mismo orden en un ostrakon demótico
del siglo l d. C. y en las Apotelesmata
del seudo Manetón, cuyo autor, nacido en realidad en mayo del año 80 d. C.,
debió de ejercer su actividad bajo el reinado del emperador Adriano (117-138 d.
C.; cf. W Gundel y H. G. Gundel, págs. 160-163). Según estos autores esta
disposición de los planetas se remonta a un orden egipcio que encontramos en
los monumentos de la XIX.” y XX.' dinastía (ibid., pág. 163). Hacia el siglo IV
d. C., el orden Saturno, Mercurio, Venus y Júpiter reaparece en el escrito
gnóstico Pistis Sophia (IV, CXXXVI, págs. 234, 24 y ss. Schmidt). Lo volveremos
a encontrar (en Servio) en las páginas, siguientes. Es muy probable que, hacia
finales del siglo I d. C., Plutarco de Queronea lo haya encontrado y utilizado
en la doctrina bastante original de los «colores del alma» desencarnada, ante
el tribunal de los dioses (cf. Culianu, Iter
in silvis, vol. I, págs. 69-71).
Durante el mismo
período los gnósticos y los herméticos, autores anónimos del Corpus Hermeticum, adaptaban la
doctrina astrológica de las suertes al espíritu de su pensamiento. El gnosticismo
se caracteriza por su acosmismo antropológico y por su anticosmismo: el hombre
es una criatura arrojada al mundo maléfico que es el mundo natural. Sin
embargo, por su origen, el hombre sobrepasa el del lugar maléfico donde está
aprisionado, pues contiene en si mismo una chispa pneumática que procede de la
auténtica transcendencia. Esto significa que existe también una transcendencia «falsa››:
la del demiurgo malvado de este mundo y de sus ayudantes o «príncipes››
(arcontes). La gnosis en sí misma constituye el conocimiento teórico y práctico
del origen del hombre y del ascenso, a través de los muros del campo de
concentración cósmico, custodiados por los arcontes, hasta el padre que reside
más allá de lo visible. El hermetismo, que muestra una actitud oscilante
respecto al cosmos, reproduce a menudo los principios dualistas del
gnosticismo.
En la orientación
nihilista de su voluntad de invertir los valores de la filosofia griega,
los gnósticos, que estaban al corriente de la astrología greco-egipcia, retuvieron
de ésta la idea de que los planetas, según sus posiciones respectivas en el
horóscopo, pueden ejercer una influencia negativa sobre la suerte humana. Es
probablemente en los círculos gnósticos egipcios donde la vieja idea del
descenso del alma del cielo se combina con un esquema cosmológico de origen
griego. Por supuesto, la selección cultural exige que el fundamento nihilista
del gnosticismo esté presente en la atribución a los planetas de efectos
únicamente negativos.
Que los arcontes
gnósticos son divinidades planetarias, hay muchos textos que lo
confirman. Ireneo de Lyon lo dice expresamente cuando se refiere a los ofitas:
sanctam autem Hebdomadem septem stellas, quas dicunt planetas, esse volunt (Adu
Haer., I, 30, 9). Los amos del mal son concebidos como personajes reales,
provistos de nombres, con cuerpos terimorfos: de león, de asno, de hiena, de
dragón, de mono, de perro, ,de oso, de toro, de águila, etc. (cf. M. Tardieu, 'Trois Mythes gnostiques, págs. 61-69).
Estas representaciones proceden, muy probablemente, de la interpretación de la
propia astrología hermética, en la que todas las convenciones espaciales estaban
personificadas. La palabra «zodíaco›› (zodiakos) significa, por lo demás,«círculo
de animales», pues la mitad de los signos poseen una forma animal: morueco,
toro, cangrejo de mar, león, escorpión y un animal fantástico, el capricornio
(mitad cabra, mitad pez). Estas entidades se concebían como vivas y
provistas de una existencia autónoma. Podían ser invocadas mediante ritos mágicos,
tal y como los astros en general, especialmente la luna (cf. S. Lunais, Recherches
sur la Lune, I, págs. 221-223).
A los siete
arcontes gnósticos corresponde una hebdómada de vicios. El alma del gnóstico,
en su ascensión póstuma hacia el padre, encuentra precisamente en su camino a
estos terribles aduaneros, a los que debe ablandar por medio de contraseñas y
de amuletos. Es probable que estos aduaneros celestes no se contentaran con
esto y, en ciertos casos, se consideraba que retenían el alma en la que
encontraban el vicio que ellos mismos representaban.
Otro texto del gnosticismo popular, el Pistis Sophia, nos aporta más precisiones
acerca del proceso de cosmización y decosmización del alma. El capítulo CXXXI
de este escrito copto publicado por C. Schmidt explica cómo los arcontes,
recibiendo el pneuma luminoso que desciende, lo corrompen «situando cada uno su
parte en el alma». El mismo capítulo precisa que los cinco arcontes son los
espíritus encargados de los planetas, a los que se añaden, cuando tiene lugar
la formación de este revestimiento negativo del alma (antimimon pneuma), las
influencias del sol y de la luna: «Y los
arcontes sitúan el antimimon pneuma en el exterior del alma [.. .], lo atan al
alma con sus sellos [sphragides] y sus vínculos y lo sellan [sphragizein] sobre
el alma, de manera que empuja al alma a perseguir constantemente estas pasiones
y sus injusticias [.. .]››. Puesto que en el capitulo CXXXVI de Pistis Sophia
el orden de los planetas es el mismo que aparece en la exposición de la
doctrina de las «suertes›› del tratado Panaretos, podemos concluir que la idea
de atribuir a los arcontes planetarios la facultad de depositar vicios en el
alma no era otra cosa que la versión mitológica de la cleromancia astrológica.
Tanto más cuanto que un texto más tardío, perteneciente a Servio, el comentador
de Virgilio, nos ofrece una prueba irrefutable que apoya nuestra tesis: quum descendunt animae...«en su
descenso, las almas reciben de Saturno la torpeza, de Marte la violencia, de Venus
la lujuria, de Mercurio la avidez material, de Júpiter el deseo de poder» (Ad.
Aen., VI, 714). Una doctrina similar, que sin embargo no implica el proceso de
cosmización del alma, es expuesta por Servio en otro pasaje de su comentario a
la Eneida, donde el orden de los planetas es el de los días de la semana
astrológica (Ad. Aen., Xl, 51). En la primera parte de este último pasaje,
Servio no hace más que exponer el principio de la cleromancia astrológica: la
luna determina las cualidades del cuerpo, Marte la sangre, Mercurio el
intelecto, Júpiter el rango, Venus el deseo, 'Saturno el humor. Según su
conclusión, «los difuntos se liberan de todo esto' en las [esferas] singulares
[de los planetas]››, que constituye una alusión a la ascensión del alma, en un
contexto bastante impropio puesto que el orden de los dias de la semana no
corresponde con el orden de los planetas en el universo. Pero, desde el momento
en que se trataba de la misma teoria cleromántica que había servido como base a
la elaboración de la idea de descenso y ascenso del alma a través de las
esferas planetarias, cabe suponer que Servio mezclaba conscientemente causa y
efectos. En el gnosticismo popular se inspira el doctor alejandrino Basílides, un
cristiano muy erudito del siglo ll, influido por el cristianismo egipcio, la
gnosis vulgar y el platonismo medio. Para Basílides, el pneuma transcendente pertenece
al cosmos. Los vicios cósmicos atacan el alma y se incrustan en ella bajo forma
de concreciones o «apéndices» (prosartémata),
que se corresponden de cerca con el antimimon pneuma del tratado copto Pistis Sophia. Una concepción similar
debe de haber sido sostenida por su hijo Isidoro, autor de un tratado Sobre el
alma adventicia (cf. W. Bousset, Hautprobleme der Gnosis, pág. 365; sobre
Basílides, cf. G. Quispel, Gnostic Studies, II; en general, Culianu, Psychanodia I, Leiden 1983).
El Corpus
Hermeticum no se limita a retomar los postulados gnósticos, sino que añade
la descripción de la ascensión del alma, después de la muerte fisica, con el
abandono de los vicios respectivos en los sucesivos planetas. El primer y el
décimo tratado del Corpus se ocupan
igualmente de la cosmización y de la decosmización del hombre primordial,
proceso que constituye el modelo del destino de cada alma individual que
desciendeal mundo fisico. Tras su incorporación, el individuo lleva en si mismo,
de manera absolutamente concreta, la información astral que ha recibido en el
momento de su pasaje planetario, bajo la forma del heimarmené o «destino
estelar». A. J. Festugière (Hermetisme
et mystique païenne, pág. 20) resume la historia de la ensomatosis,
descenso en el cuerpo, incorporación del hombre primordial: «Este hombre ideal,
en virtud de una caída cuyas peripecias varían de mito a mito, pero cuyo principio
es comúnmente el eros, cae en el mundo de la materia, esto es, sobre la tierra.
En el curso de su caída, el hombre empieza, en general [...],por revestir un
cuerpo astral o pneumático, vehiculo (ochéma) del nous (que no puede estar en
contacto directo con la materia), intermediario entre el nous inmaterial y las
concreciones cada vez más hyliques que se incrustan en él; después, a medida
que atraviesa las siete esferas (donde, entre otros mitos, se encuentran los
doce signos del zodiaco), este hombre-nous va revistiéndose, a modo de túnicas,
de los vicios de los siete planetas (o de los arcontes que presiden en
ellos...); manchado de este modo, se encarna por fin en un cuerpo terrestre y
se une a la naturaleza material».
Los capítulos XXV
y XXVI del Poimandrés hermético describen la decosmización del alma individual,
la deposición de los vicios planetarios cuya suma forma el Heinarmené, la
fatalidad astral: «Y de este modo el hombre se lanza entonces hacia lo alto a
través del armazón de las esferas, y en la primera zona abandona la potencia de
crecer y decrecer, en la segunda las actividades de la malicia, pérfida en
adelante sin poder alguno, en la tercera la ilusión del deseo ya sin efecto, en
la cuarta la ostentación de poder desprovista de sus ambiciosos objetivos, en
la quinta la audacia impía y la temeridad presuntuosa, en la sexta los medios
viciosos para adquirir la riqueza, ya sin efecto, en la séptima zona la mentira
que tiende las
trampas» (Corp. herm., I, 25, pág. 15; 15-16, 4 Nock-
Festugière,
corregido por O. P. Festugière, Révélation
d'Hermês Trimégiste, vol. III, págs. 303-304).
El autor del Pimandre, sin dar los nombres de las
esferas, adopta en este pasaje el orden «caldeo›› de los planetas (Luna,
Mercurio, Venus, Sol, Marte, júpiter, Saturno), procedente del cálculo griego
de las distancias medias de los «astros errantes» en relación con la Tierra, en
razón de las duraciones respectivas de sus revoluciones. Este orden, cuya
antigüedad no debe ser menos venerable que la del orden «egipcio» preferido por
Platón, se había convertido en clásico para todos los tratados de astrología.
Finalmente, el
término ochéma, «vehiculo››, se
refiere ya, en un pasaje del segundo tratado del Corpus, al cuerpo pneumático que reviste el alma (X, 13). Sin embargo,
ni Plotino ni su discípulo inmediato, Porfirio, dan todavía este nombre al
cuerpo astral o cuerpo sutil que envuelve el alma, del que sin embargo conocen
la existencia. Serán los neoplatónicos tardíos quienes llegarán a formular la
teoría completa del «vehículo del alma », cuya expresión más elaborada se
encuentra en los Elementos de Teología
de Proclo.
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