EL SIGNO DE PISCIS
André Barbault
Simbolismo:
Simboliza en la Naturaleza ese estado transitorio entre el invierno que acaba y
la primavera que se prepara, mundo de lo impreciso en que todo permanece en lo
informe, sin fronteras bien trazadas. El Agua-Mutable que representa es tanto
la de las crecidas invernales, diluvio purificador en el que los lazos son
desanudados, las fuerzas de cohesión borradas, como la masa movediza y anónima
de las aguas marinas a las que todo se arroja, la inmensidad oceánica. Agua
disolvente, pero también agua fecundante, cuyos fondos inagotables del medio
marino son ejemplo. Frente a Virgo que pone el acento en el detalle, lo
particular, el límite, lo preciso, la norma, la regla, la medida ... Piscis
aparece como el mundo del conjunto, de lo global, de lo ilimitado, de lo infinito,
de lo virtual, de lo latente, de lo inclasificable, de lo inapresable, de lo
inefable ... en el que lo irracional y lo suprarracional reinan por completo.
Es la gran comunidad ...
Los
astros de fecundidad reinan en él: Júpiter está entronizado y, Venus exaltada,
Arquetipo de la disolución y de la integración universales, Neptuno figura en
él como nuevo regente.
Psicología:
La trama profunda de este tipo es una plasticidad psíquica excepcional:
maleabilidad, impresionabilidad, vulnerabilidad, receptividad, búsqueda de una
inflamación emotiva, de una excepcional dilatación del ser, hecha para la participación
con el gran Todo. Esta disposición participa a la vez del deseo de escapar al
mundo de la limitación a través de la pasión, de la frecuentación del aspecto
infra y ultra de las cosas y de los seres, de una imaginación dispersa que se expande
y extiende al infinito y de una amplitud del campo de conciencia que añade al
flotamiento, a la flexibilidad y a la expansión a menudo difusas. Este ser
prometeico posee la potencia, pues, de dilatación y fusión. Su dificultad
estriba en hacer de este rico caos un mundo organizado, a falta del cual peligra
en quedarse en una nebulosa, un ser que se busca a sí mismo, tantea, huye de
sí, que "flota" o nada entre dos aguas, indeciso, veleidoso, huidizo
e inaccesible, inestable, errante, confuso, enredón, quimérico, incoherente...
Realizando su unidad interior a través de la afirmación del Yo, este tipo se encuentra
dotado para vivir un estado de gracia, de clarividencia, de santidad o
misticismo y de aportar toda su dimensión de bondad, de generosidad, de
humanidad, revelándose en el olvido desinteresado de sí, es decir en la del
sacrificio redentor. Conoce el fervor de la vida profunda y es capaz de los más
grandes deleites del alma.
a) El dilatado en
extremo: El Yo aspira aun apogeo cósmico, debido
a la sed de una gran evasión y de grandes dimensiones. Es como el nómada que no
tiene patria, no posee nada sobre la Tierra y se abandona a todos los
horizontes. Iza la vela en dirección de brumas lejanas para alcanzar regiones desconocidas.
Se trata aquí de un empuje vital en dirección hacia el infinito o de una
totalidad tan vasta como posible. Cosmopolita, internacionalista, comunitario o
místico, tiene necesidad de unirse al vasto universo para confundirse con él.
b) El encogido en
extremo: Este Piscis puede también encontrarse
cautivo de alguna red o permanecer al abrigo de su pequeña isla. Prisionero en
un pequeño espacio, corre el peligro de naufragar a orillas de algún mundo de
prueba, que puede ser el de una prisión, una cautividad o un exilio interior cuando
no exterior.
Destino:
Existencia inestable y a veces caótica, que debe protegerse de sueños
impotentes, de proyectos quiméricos, de esperanzas utópicas y otros grandiosos
edificios construidos sobre la nada ... aunque las "pescas
milagrosas" no queden excluidas de su juego. Su realización, de orden
moral y espiritual, no empieza a menudo más que a partir de la aceptación
del
olvido de sí mismo, de perderse, de sacrificarse, pero entonces conoce, a
través de la entrega, la fecundidad o la alegría.
El
único rey con cualidades de Piscis y que lo es, doblemente, por la presencia
del Sol y la Luna en este signo, es Carlos VII: "En verdad, Carlos (... ) permanece, en primer lugar, como el
Misterioso. Todo en él es confuso, a veces inexplicable: su nacimiento, su
carácter, la evolución de su personalidad, su actitud hacia un destino
cambiante, sus nobles y bajas acciones, sus amores, su triunfo y su muerte;
Según la ocasión, se revela cobarde o valiente, sibarita o trabajador, neurótico
o fríamente realista, generoso o insensible, devoto hasta el misticismo o
lujurioso hasta la degradación, peligroso a su propia causa o profundamente
imbuido de su deber real. Es el hombre del desastre y el hombre de las
apoteosis"(1).
Durante
mucho tiempo, será el Piscis informe, en el estadio de la nebulosa, resignado
al atolladero, hundido en una especie de letargo, de mirada velada y actitud huraña.
Ese nómada, perseguido como por una quimera, es flotante, blando, indiferente,
indeciso, veleidoso; su naturaleza errante y sonámbula vive en medio del gusto
por la sombra, se esconde en el fondo de sus habitaciones, conoce el pánico, la
fobia de los fantasmas, el terror de las trampas y las traiciones. Cuando su madre,
Isabel de Baviera, le da el golpe de gracia, considerándolo como un
"susodicho Delfín", y cuando su padre, Carlos VI, le declara
"parricida", criminal de lesa Majestad, enemigo de la cosa pública,
de Dios", es condenado a la situación del Piscis "encogido":
bastardo, proscrito, desterrado, como si el papel de rehén de sus partidarios,
aceptado como tal, no le bastará. Recluido en el fondo de sus habitaciones y en
su oscuro castillo de Loches, el "mudable y disidente" Regente del
reino vive como en un estado de hipnosis frente a una situación doble,
típicamente Piscis: Francia posee entonces dos soberanos, dos Parlamentos, dos
Cámaras de los· Condes, dos monedas, dos Consejos de la Corona, igualmente
desunidos! Cargado de cadenas por los recuerdos de su primera juventud, por su
inestabilidad y sus remordimientos de conciencia, abrumado por el peso de su
debilidad, dejándose llevar por una voluptuosa pereza, condenado a la cobardía,
por doquier se bate en retaguardia, huyendo del combate y ante sí mismo,
entregando incluso a veces las armas antes de utilizarlas. Lo que sucede es que
duda de sí mismo, de su nacimiento, de sus derechos, de sus servidores y de la
eficacia de la lucha que debe llevar; lo vemos, como un desecho, errar a la
persecución de sí mismo. Pero una verdadera e improvisible metamorfosis debía
operarse en este príncipe. En el fondo de su prisión velaba un nieto de Carlos
V, y Carlos VII (por razones que veremos más adelante) victorioso de sí mismo, lo
es, también, del enemigo y se presenta finalmente a la posteridad como un Rey
digno de la mejor tradición.
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