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LA PSICOLOGÍA DE LA MÁSCARA

Por Eduardo Castillo
la psicología de los YOES, la personalidad y sus facetas, astrología védica y la personalidad, el ascendente astrológico y sus significados, signo ascedente y la personalidad

Jean Lorrain nos habla en alguno de sus libros, del enigma inquietante de la máscara. Es un enigma —dice— que atrae y repele al mismo tiempo. Y a continuación se pregunta:
—¿Qué móviles secretos, qué imperiosa necesidad impulsan a ciertos seres, en determinados días, a cubrirse el rostro, a disfrazarse, a cambiar de identidad, a cesar de ser lo que son, en una palabra, a huir de sí mismos?.

Sobre este pequeño problema, podría escribirse un curioso estudio que llevase por título La psicología de la máscara.

El tema es apasionante si los hay. Y ofrece oportunidad para explorar los más recónditos subfondos del alma humana, para bucear en los mares del propio conocimiento. Observad una máscara. En torno vuestro bulle el Carnaval. Bajo vuestras ventanas pasa el desfile de los carruajes floridos y de los gigantes y enanos tradicionales. Los Pierrots de cara enharinada se mezclan con los arlequines de trajes chillones, cubiertos de cascabeles, y con las colombinas de pelucas rubias y faldas vaporosas. En el ambiente se respira un hálito de locura carnal y de triunfante paganía. Todo canta la glorificación del instinto y del regocijo animal. Sobre una mesa, al alcance de vuestra mano, se halla junto al dominó del próximo baile nocturno, la máscara con que habéis de disfrazaros. La tomáis y cubrís con ella vuestro rostro. Es sólo un pedazo de cartón en que está inmovilizada una mueca horrenda. Un simple pedazo de cartón... Y sin embargo, al ceñirla a vuestra faz con el gesto despreocupado de quien lleva a término un acto banal, realizáis un verdadero acto mágico, la mayor de las brujerías. En un segundo, y por el solo contacto de ese cartón, se efectúa en vosotros la más sorprendente de las transformaciones, la más imprevista de las sustituciones de personalidad. Si sois graves y estirados, un diablillo retozón os infundirá el anhelo irresistible de hacer piruetas grotescas y de lanzar al aire la trascendente chistera que oculta vuestra calvicie de magistrado adusto o de serio pater familias. Si sois tímidos con las mujeres, la careta os comunicará gallardías donjuanescas y una audacia sin límites para acometer galantes aventuras. Hasta las matronas más puras y las vírgenes más casta suelen mostrar, bajo el disfraz que las cubre, un provocativo descaro de cortesanas. La máscara exalta y embriaga como un licor traicionero. El mundo que se ve por sus agujeros no es el timorato e hipócrita que contemplamos todos los días. Es un mundo en que no existen prejuicios morales, ni temores religiosos, ni miedo al qué dirán. Un mundo en que reina una ilimitada libertad y en que podéis hacer todo linaje de diabluras y enormidades.
Esa sustitución de la personalidad, sin embargo, no suele realizarse siempre. En la mayor parte de los casos efectúase sólo un afloramiento, a la superficie de nuestro ser consciente, de todo lo que en él hay de más oculto y recóndito. El nuevo yo no os viene de afuera como un huésped que llega a casa ajena. Surge de lo profundo de vuestro subliminar, de los bajos fondos del ser en que yacen latentes los principios constitutivos de nuestra verdadera identidad. Y en ese caso, la máscara, en vez de ocultarlos, os revela en total y absoluta desnudez. El ser primitivo que duerme en lo íntimo de cada hombre, aherrojado por todas las fuerzas coercitivas de que disponen las sociedades humanas para domeñarlo; el “gorila lúbrico y cruel”, de que habla Taine. aparece irreductible y ávido como en las edades primordiales. Bajo sus atavíos vistosos, esconde zarpas que pueden surgir inopinadamente ante vuestros ojos asombrados. Nada resta en él del ligero barniz con que han modificado su aspecto exterior siglos y más siglos de civilización y de esfuerzo ascensional hacia un ideal de cultura. No en vano la máscara suele animalizar la faz humana. También animaliza al que la lleva.
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De ahí el peligro que la máscara entraña para los hombres. Pero sobre todo es peligroso para las mujeres, criaturas de instinto, oscuramente ansiosas de sacudir su servidumbre secular y de vivir —como decían las heroínas románticas— “de acuerdo con la verdad de su corazón”. Mas este es un aspecto de la cuestión que sólo interesa al moralista. Para el artista, la máscara tendrá siempre una extraña fascinación. Si el traje le da a la mujer un encanto indefinible, el disfraz le confiere una seducción diabólica. Los musulmanes deben de ser víctimas de pasiones fatales. No porque sus compañeras sean más hermosas o espirituales que las nuestras, sino porque la ley del Profeta las obliga a mostrarse veladas ,y el velo aprestigia todo lo que oculta. El hombre prefirió siempre lo que imagina a lo que ve. ¿No habéis sentido alguna vez la sugestión infinita de esas mujeres que pasan en la calle, a vuestro lado, con el rostro cubierto por una espesa gasa, y de las cuales sólo entrevisteis el resplandor de los ojos o la picante malicia de una sonrisa fugaz? Flaubert afirma, en la suntuaria “Tentación de San Antonio”, que por el solo hecho de conocer una cosa, ésta pierde todo interés, deja en cierta manera de existir para nosotros. Precisamente el Carnaval, con sus disfraces, multiplica las probabilidades de fascinación que ofrecen las almas y pone en cada enmascarado las tentaciones terribles de lo desconocido.
Yo quisiera expresar el hechizo perverso, la subyugadora sugestión irradiante de un rostro femenino aprestigiado por la media máscara que sólo deja al descubierto un frío mentón, una boca escarlata y unos ojos verdes, de esmeralda líquida que refractan la luz en facetas movedizas. En la invisibilidad del rostro, las líneas del cuerpo parecen vivir más intensamente, tornarse más expresivas y deliciosas. Y la boca y el mentón, únicamente descubiertos, aparecen como elementos denominadores y centrales de la fisonomía.
Pero la máscara os hace soñar no solo con el enigma de unas facciones, sino con los misterios indescifrables de la existencia moral y afectiva. Entre los dos semblantes de la dama-esfinge, el verdadero y el ficticio, no existe afinidad alguna, lo cual acrece el diabólico encanto y la vertiginosa atracción que fluyen de aquellos ojos fúlgidos como lámparas de tabernáculo. Estos en vano prueban a hermanar su expresión con la de la máscara horrenda. Y uno no puede menos de pensar en el delicioso suplicio de esos ojos, esa boca y ese mentón condenados a hacer contraste con la horrible carantoña. Aquí un divino fulgor; allí una expresión átona e idiota, acá los pétalos rojos de una boca hecha para el beso; allá la crispatura de una mueca bestial.

Puede que la máscara os hable, y que os parezca reconocer su voz. La curiosidad se irritará en vosotros hasta un grado inimaginable, y daríais un tesoro por ahondar en el misterio de ese extraño ser mixto; mezcla de dominio y cinocéfalo, que se yergue ante vosotros como una interrogación.

¿Qué pluma ágil y penetrante, la de un Ventura García Calderón o un Gómez Carrillo, nos dará algún día la psicología de la máscara?.